Ella, chula, madrileña hasta los huesos, de tono, de acento y en gestos. Vestía de negro elegante y esvelto. Llamativa como las italianas de medianoche. La poca luz del antro era reflejada en sus ojos como faros en la oscuridad de aquellos que se atrevían a resistir su mirada. Soberbia y segura en cada movimiento. Bailaba con un amigo de un amigo de mi amiga. Él estaba hipnotizado, fluyendo con los movimientos de ella. Ambos eran seres inusuales. Los ojos de él sobresalían a juego con su boca desmedida. Lo que en otros hombres se vería como proporciones exageradas, en él formaban una complexión perfecta, seductora. Mientras bailaban se insinuaban deseos al oído. Noemi, mi amiga, que no veía desde hace años, consiguió interrumpir el hechizo ofreciéndoles un porro. Ellas intercambiaron palabras. Él y yo nos miramos. Había algo en sus ojos y en su sonrisa estática que no era capaz de descifrar. ¿Qué corría por sus venas? Eran las 10 de la mañana. La pastilla que había tomado comenzó a subirme. Ella giró su cuerpo con soltura y me ofreció con su uña un polvo desconocido. Noemi ya había entrado en el juego. Me negué de primeras. —Es nexus —dijo ella. El gesto de brazo de Noemi, me ordenaba y me decía, pa dentro, déjate de tonterías. Acerqué mi nariz y me preparé para lo desconocido. En círculo, volvimos a la danza ritual del tecno.
El antro estaba camuflado en los bajos de un bar del centro. Afuera, había una terraza de dos filas. Dentro, al fondo, se veía una barra con forma de L, más mesas y al lado de una máquina tragaperras, una escalera. Bajando se llegaba a los baños ruinosos, con charcos de agua, oliendo a papel mojado y humedad. Detrás de los baños había una puerta de metal. La típica puerta que uno ignora sabiendo que estará cerrada o que tras ella solo se encuentran trastos y suciedad. Noemi abrió la puerta. Llevaba a un pasillo con garrafas de gas vacías y sillas apiladas, que hacía de chillout. Retumbaban los bombos electrónicos. La densidad del ambiente y el olor a tabaco comenzaban a sentirse. En una esquina, unas sombras se reían entre la luz de los porros. Saludo, diez euros y adentro tras la segunda puerta de metal. Un golpe sonoro y caluroso se mezcló con la niebla de nicotina y THC. La luz tenue, azul por un lado, apenas se distinguía de donde procedía. Al fondo, otra luz, roja. Difuminaban los rostros, las figuras y el fondo, como una marina impresionista. En ese momento fue cuando vi por primera vez a la ninfa y al fauno. Bajamos los tres escalones y comenzamos a bailar junto a ellos.
El nexus tardó su tiempo en hacerme efecto. Mi percepción comenzó a cambiarme. El fauno y la ninfa se derretían en una sola substancia. Los brazos de ella se elevaron. Parecía que comenzaban a bajar, cuando en realidad era su cuerpo descendiendo. Uno vino por detrás y la sujetó junto al fauno. Otro más alto apareció y entre los tres se la llevaron fuera de la pista como si no pasara nada. No entendí que sucedía. Los tonos y siluetas comenzaron a mezclarse con el humo, solidificándose como polímeros de la cuarta dimensión fusionándose unos con otros. Noemi me miró con los ojos abiertos a más no poder y me dijo: —Vaya pedo que llevo—. Los sonidos del tecno nos envolvieron. Ella se agarró al altavoz siseando con su cuerpo, emanando sexualidad. Por un momento me convertí en fauno, imaginándome fundido con ella. Pero no pude, algo me detuvo. El tecno bajó a una atmósfera oscura y a su vez el antro se volvió un abismo de sombras en donde el suelo, las paredes y el techo estaban unidos en una misma dimensión espacial. Todo era techo, todo era pared, todo era suelo. Sentí vértigo. Cerré los ojos e inspiré intentando controlar mi percepción. Al espirar y abrir los ojos me encontré en la casa de los mil demonios. Me observaban con todo tipo de expresiones que juntas formaban una mueca astuta. Una mueca que dijo en silencio: —Sin palabras, te conocemos—. Sus ojos atravesaban mi piel, mis órganos, mis huesos, mis entrañas y mi alma. Veían mi sufrimiento, el de hoy, el de ayer, el de siempre. El de esta vida, mis vidas pasadas y las vidas del mañana. Mi sufrimiento, el tuyo y el nuestro. Desde que la conciencia se despertó en la humanidad hasta el último momento. Sentí un dolor que rasgaba quemando cada célula de mi cuerpo. Me vi a mí mismo ahogado en el fondo de un lago viscoso de sangre cálida coagulada. Aguanté la respiración nadando a la superficie. El cielo era negro apuñalado con estrellas rojas que se movían lentas, como lágrimas sangrantes. Inspiré. El dolor se volvió ajeno, distante, disperso. Espiré, cerrando los ojos. Algo cambió en mi. Percibí lo que sucedía como si fuera un documental de guerra, mostrándome los rostros desfigurados de los que lloran ante los cadáveres de cera y pelo, deformados por el napalm. La piel quemada no tenía olor. Cerré otra vez los ojos. Me convertí en un espectador caminando por una galería, viendo a los ganadores del concurso de fotografía de World Press. Observaba desde mi cómoda distancia a las almas en pena retratadas en su sufrimiento, convirtiéndose en actores improvisando lo que nunca hubieran querido vivir. Inspiré y abrí los ojos teñidos en rojo, saturados por el dolor ajeno. ¿O acaso era el mío, el nuestro?
El tecno volvió a mi cuerpo con los bajos a 100 bpms, retumbando en ondas de profundidad, uniéndose al ritmo de mi corazón, expandiéndose desde mi pecho. Me vi a mí mismo desde dentro de mi cabeza, detrás de mis ojos. Estaba sentado junto a Noemi. Ella intentaba comunicarse, pero le faltaban las palabras, unas se juntaban con otras amasadas entre sí, sin llegar a formar algo tangible que descifrar. Yo no sabía que decir. ¿Dónde estaba? ¿Quiénes éramos? ¿Qué vida era ésta, la de antes, la de después? ¿Acaso todo había sido real? En sus ojos volví a viajar. Vi cientos de vidas cruzadas, en las que unas veces éramos de la misma familia, otras tan solo miradas perdidas. Nuestros géneros y el color de nuestra piel se mezclaban, las relaciones cambiaban.
Uno vino y me dijo que la dejara, que la estaba agobiando. Me levanté, le miré y le pregunté confundido: —¿Eso crees?
¿Qué es la realidad? Busqué mi abrigo, dispuesto a encontrar los trazos perdidos que a cada momento se escapaban. Noemi estaba sentada encima. Lo intenté liberar, pero no encontré ayuda. Su mano me atrajo y sentí que quería que me quedara. Me senté. Miré al lugar vacío en donde se derritió la ninfa. Una serie de imágenes de lo sucedido, como si fuera un video de música pintado con oleos, surgió en mi mente. Vi al fauno entrar en la pista. Buscaba el abrigo de la ninfa. Según se iba le dije: —Cuídala.
Miré a Noemi intentando entender qué sucedía. Le dije: —Subamos a tomar algo—. Quería volver al bar, al mundo que recordaba ser real. ¿Dónde estaban la ninfa y el fauno? Mi amiga apenas pudo juntar unas sílabas para decirme: —No puedo—. Miró sus piernas y dijo: —No, no…—. Y sonrió. Bailamos sentados, como abuelos de la fiesta en silla de ruedas. Una amiga de Noemi se acercó. Le dijo algo. Sus amigas querían que se levantará y bailara. Yo no sé qué es lo que ella quería, pero algo me hacía sentir que no podía dejarla sola, aunque en realidad era yo el que no quería estar solo. Un pensamiento surgido del medio ambiente, penetró mi mente diciéndome que era un pesado. Otro me dijo, le estás dando todo el bajón. ¿Cuál era la realidad? O mejor dicho, ¿cuál era mi realidad y cuál era la realidad de los demás? Ante las dudas le dije a Noemi que tenía que subir. Arriba, uno de sus colegas la invitó a una copa. Era uno de los que se llevaron a la ninfa. Pedí una cerveza intentando volver a conectar causa y efecto en el mundo material. El bar estaba lleno de abuelos comiendo su almuerzo. Olía a tortilla recalentada en el microondas. Salimos a la terraza. Pasaban coches, transeúntes, turistas, gente con carritos, vida mundana. En la mesa del final vimos a la ninfa y al fauno. Hablaban acaramelados, como enamorados en cuento de hadas. A ella aún le brillaban los ojos, como lunas negras chocando.
Dije tanteando: —Menudo viaje te has pegado. ¿A dónde fuiste? —
Me miró sorprendida y contestó:
—Apenas me acuerdo, pero algo ha cambiado en mí, no sé—.
Le pregunté: —¿Qué tal te sientes? — .
—Rara —dijo ella—, algo me hicieron.
Un silencio surgió entre los dos que detuvo el tiempo. La conocí en otras vidas, éramos hermanas, viajeros y prisioneros. Los mil demonios nos sonreían a ambos.
—¿Te sientes bien? —pregunté.
—Sí —contestó ella—, menudo pedo niño. Aún estoy juntando las piezas. Hay vacíos que no entiendo, vi cosas raras, yo que sé—.
Él le agarró la mano y la acarició. Sus miradas eran como imanes. Noemí comenzó a hablar con ellos. Mi mente se abstrajo, indagando. ¿Qué es real y qué es ficticio?
El fauno río ante una broma de Noemí. Noto mi atención y giró su rostro con su sonrisa estática. Ellas siguieron hablando. Mantuve su mirada atravesando su piel, sus órganos, sus huesos, sus entrañas y su alma. Sus ojos vibraron, conteniendo una emoción compleja.
—Te dije que la protegieras —reclamé.
— Ya —contestó él.
La ninfa le pidió un bolígrafo al camarero. Agarró el brazo de Noemi y le escribió su número de teléfono. Se le había roto el móvil en la pista de baile. Noemi contestó con el mismo gesto.
El fauno me dijo: —Vuelvo a caer siempre en lo mismo, estoy hasta la polla—.
Le miré creando una pausa que fundió nuestras miradas, atando nuestras almas. Observé las palabras salir por mi boca sin saber de donde procedían: —Si no te enfrentas al dolor de tu alma, les harás sentir a los demás lo que no te atreves a afrontar—.
Sus ojos comenzaron a vibrar, su sonrisa se hizo más tensa. Sonreí, uniendo mi dolor al suyo. Se relajó y nos dimos un abrazo con la energía de dos placas tectónicas chocando. A él también le conocía de vidas pasadas, le vi a mi lado sufriendo en una cárcel, éramos mujeres, los guardias sonreían con una mueca extraña.
¿Qué es este dolor que llevamos dentro? Lo heredamos y en la inconsciencia lo imponemos, contaminando generación tras generación. Uno causando al otro, volviendo a causar aún más dolor, expandiéndose como el sistema nervioso de nuestras almas unidas en un solo ser, que cuando se divide no ve más allá de víctimas y verdugos. Como si fuéramos almas atrapadas en un juego siniestro de causa y efecto. ¿De dónde viene todo esto? ¿Quién fue el primer ser humano desconectado de su medio? ¿Quién fue el que rompió el espejo al ver las lágrimas del otro y no entender que el sufrimiento es nuestro? ¿Quién fue el que traspasó la piel del otro con sus dedos, atenazándole el corazón, marcándonos con la herida que no sana con el tiempo?
La ninfa le agarró del brazo y le dijo algo al oído. Él contestó: —Ya, es que estaba esperando el momento adecuado para decírtelo—. Ella le miró dudando. Noemi parecía tan confundida como yo lo estaba. La ninfa volvió a hablar en secretos con el fauno. Cuando terminaron, ella se levantó y pidió dos cervezas y dos tintos de verano. En ese momento se dio cuenta que no tenía el bolso. Se lo habían robado. Noemi le dijo que tenía que cancelar las tarjetas ofreciéndole su teléfono. Miró al móvil y dijo: —Puto móvil. No tengo ni billetera, ni naah—. El fauno la agarró de la mano, antes de que tirara el teléfono al suelo. Ella le miró a los ojos con ternura, liberó su brazo y le dijo: —Me largo—. El fauno se quedó petrificado hasta que decidió ir tras ella. Yo aproveché para aclarar lo que había sucedido con Noemi. ¿Quiénes eran los colegas de la ninfa? ¿Quién era ella? ¿Quiénes se la llevaron? Por lo que pude entender, el único colega de la ninfa era uno de los que la sacaron de la pista, junto con el otro que era uno de los Djs. Todos se conocían unos a otros, eran parte de dos o tres grupos, más los típicos perdidos como yo. La de la puerta era colega, la dj y el dj eran colegas. Según lo presentaba, parecía un lugar seguro. Le conté lo del desmayo. Ella me dijo: — No me enteré de nada. ¿Se desmayó? Joder menuda se pilló. Yo no llegué a tanto, pero ha sido el pedo más gordo de mi vida. El humo parecía sólido con formas que se mezclaban haciendo túneles, podía cambiarlos con los dedos, y… y no sentía las piernas, buah, menudo pedo. Pero no te comas la cabeza. Te ha dado una rallada de fiesta. A ver, a lo mejor cuando se la llevaron alguno le habrá tocado algo, pero no más. No te preocupes. Si la hubieran hecho algo la hubiera liado, conociéndola, anda que no le falta carácter. Antes de que llegáramos, casi se lía a hostias con una pava. Igual no te preocupes, mañana la llamo y a ver que me cuenta. —No sé —contesté mirando hacia la lejanía por donde la ninfa desapareció. A mi mente llegó un sentimiento turbio, incierto. Recordé que estuve en la casa de los mil demonios en donde todos somos víctimas del sufrimiento del principio de los tiempos. En donde todos estamos conectados en un entramado atemporal que por un segundo creí entender antes de volver a percibirlo como caos. Lo único real era el presente y para entenderlo tenía que abrir los ojos y aceptar mi sufrimiento. Y siendo honesto, se ve que en algún momento cerré los ojos pensando que era dueño del tiempo.
Damien Melhem Quesada