Uluru

Era una tarde habitual de Domingo inglés. Nublada, de sol tímido, ventosa, que te puede transportar al otoño, haciéndote olvidar que la primavera llegó. La luz fluctuante entraba en la sala del hospital creando tonos oscuros que se iluminaban por segundos o minutos. El edificio era una huella triste del sistema de salud inglés. El paso del tiempo no le prestó ni una caricia renovadora. Se había convertido en una foto abandonada a la intemperie de un pasado mejor.

Cuando llegué a la sección de neurorrehabilitación del hospital, mi paciente preferido, Denzel, estaba sentado en su sillón, en la primera habitación compartida. Me acerqué a saludarle. Él levantó la vista por encima de sus gafas sonriendo con sus cejas y ojos, revelando el aprecio mutuo. Dijo:

—Menos mal que has llegado. Que aburridos son los otros —sonreí aceptando el elogio.

Después del informe diario que nos dio la enfermera, leí en la rotación que era mi turno para acompañarle. Denzel necesitaba cuidado continuo. En general, era un tipo tranquilo, en sus sesenta largos, de cabello largo que no le llegaba a los hombros, una reducida calva central y barba canosa de chivo. En la mesita con ruedas que tenía delante, había revistas de jardinería, una taza de té a medias y un dominó al que jugábamos de vez en cuando. Me senté a su lado.

—¿Qué deportistas famosos hay en Cornualles? —Le pregunté.

—Muchos, demasiados.

—¿Algún jugador de golf?

—Eso ya no me acuerdo, pero seguro que hay alguno. Tenemos campos de golf a patadas en Cornualles —junto con el rugby eran sus deportes preferidos.

Tomé la tablet del hospital que estaba protegida con un plástico azul con forma de elefante y le dije:

—Busquémoslos.

Denzel se deleitaba hablando del reino independiente de Cornualles. Anhelaba haber sido profesor de historia para enseñar a los niños la verdadera historia de su patria y recordarles que no eran ingleses. Se había dañado el cerebro en un desafortunado accidente en su casa. Sufría episodios de delirio acompañados por la demencia que había llegado de manera temprana. A menudo le recordábamos que usara su andador, ya que se cansaba inesperadamente y perdía el equilibrio con frecuencia.

El silencio se hizo presente, después del estudio diario de los secretos que la Wikipedia nos desvelaba acerca de Cornualles. Denzel tomó unos sorbos a su té y de repente, el delirio le golpeó sorprendiéndome como un trueno en un día soleado. Se levantó, buscando en el armario su abrigo, con la esperanza de regresar a su hogar. Estaba rehabilitado en todo lo posible. Llevaba meses esperando ser admitido en una casa de salud de su localidad. No encontró el abrigo adecuado. Comenzó a deambular por los pasillos, desde la salida de emergencia que intentaba abrir, hasta la entrada principal, que estaba cerrada con acceso de tarjeta. Miraba por el cristal de la puerta y refunfuñaba:

—Me tienen encerrado. No soy un animal.

—Estás aquí hasta que te recuperes —le contestaba.

—Recuperarme de que, ya estoy bien. Me tenéis encerrado. ¿Cuándo me vais a dejar salir?

—Mañana le puedes preguntar al doctor. Esta noche nos quedamos aquí.

Le calmaba con palabras que movían sus conflictos sin resolución hacia el día siguiente, mentiras. Sabía que cuando la enajenación le dejara de poseer, se tranquilizaría y aceptaría la situación en la que vive.

—Me voy a Melbourne —decía—, me espera un buen trabajo.

—Pero Melbourne está lejos. ¿Sabes dónde estamos?

—En la oficina.

—No, estamos en un hospital.

Una enfermera pasó por la entrada. Denzel esprintó, para llegar tarde.

—Quiero salir —gritó.

—No puedes. —Me miró enfadado. Caminó hasta llegar a una basura en la que se apoyó para patrullar la entrada. Al rato se levantó en busca de algo en sus pantalones sin bolsillos.

—¿Qué buscas Denzel?

—Las llaves de mi casa. No las encuentro.

—No las tienes. Las mandamos por correo a tu nuevo hogar —me miró dudando.

Volvió a su cama. Buscó en la silla, debajo, detrás, en el armario y en cada esquina posible.

—Me tengo que ir a Melbourne, me espera un buen trabajo —reiteró.

El ciclo podía repetirse dos o tres veces, añadiendo algún factor nuevo. Era como ver un disco rayado que vuelve a la misma escena tras unos minutos.

Caminó nuevamente hacia la salida. Intentó abrirla sin éxito. Se dirigió a una silla dispuesto a continuar con su patrulla. Se tocó los bolsillos inexistentes. No se sentó. Volvió hacia su cama. Fue al baño. No encontró nada. Fue hacia las duchas. Acabamos en la salida de emergencia. Volvió atrás, pasando por el gimnasio de rehabilitación. Terminamos en la última habitación compartida. Le saludó Alistair, el único paciente que estaba allí en esos momentos.

Alistair descansaba en su cama, acompañado por su prometida, una mujer alta, muy atractiva. Había sido cirujano. Le encontraron inconsciente en la cuneta con su bicicleta. La primera noche bajo mi cuidado fue todo un desafío, marcado por su inquietud y un torrente de palabras que fluctuaban entre elogios y preguntas repetidas. Respondía como si fuera la primera vez que me hacía cada pregunta, dejándome agotado de tanto contestar lo mismo. Quería saber dónde estaba, quién era el doctor, que hacía en la cama y porque no podía irse a su casa. A pesar de que no podía caminar, era uno de los que llamábamos «escaladores»: pacientes que intentan salir de la cama sin tener el equilibrio para mantenerse en pie. En esas ocasiones, cubrimos las barras de protección de la cama con plásticos acolchados.

Estaba sentado enfrente suya, calmándole con palabras, sonriendo, e impidiendo que se cayera. Era un tira y afloja constante. Cada veinte minutos escalaba y entre medias me ametrallaba a preguntas. El silencio era una señal de alerta. Se movía poco a poco hacia el final del lecho, situando su cuerpo para trepar, como un niño pillo, intentando engañarme, hasta que hacía su movimiento final que mi cuerpo impedía. Alrededor de las cuatro de la mañana, di un cabeceo de inconsciencia. Alistair casi logra su cometido. Abrí los ojos, enfoqué con la linterna y le vi a punto de escapar hacia lo que él creería que era su libertad, el duro suelo. Con un salto, sostuve la mitad de su cuerpo en el aire evitando la caída. El enfermero vino a ayudarme y aprovechamos para limpiarle y cambiarle la cama. Sería la cuarta vez que lo hacíamos. Alistair, ajeno al control de sus necesidades básicas, era un recordatorio de la fragilidad humana.

El amanecer iluminó los rostros dormidos de los pacientes. En la ventana vi fotos suyas, había otra en su mesa y algunas más pegadas en el armario. Fotos con su prometida en un velero, celebrando con amigos, bebiendo, en una casa lujosa, con un jardín precioso, en fin, fotos de una vida que desde la distancia cualquiera querría formar parte de ella. Una vida de ensueño, ahora suspendida en el tiempo. La compasión que sentía al verle en ese estado de no ser, se incrementó al darme cuenta lo mucho que había perdido en tan solo un instante. Por suerte respondió bien a la medicación, los ejercicios y el sano pasar del tiempo. Ahora era capaz de dar unos pasos, pensaba con coherencia y aunque su carrera de cirujano había acabado, su espíritu era pura luz. Era el alma del hospital, siempre viendo el lado positivo de cada situación y de cada persona. Su prometida traía dulces de una pastelería de lujo. Ella sonreía y se reía con él. Por fuera parecía que había aceptado el cambio de destino sin ningún problema. Alistair tenía un don especial para apaciguar a Denzel. Hablaban de historia, de sus vidas pasadas, de la salud y del clima, como buenos ingleses que eran.

La calma en la mirada de Denzel, un regalo de Alistair, se desvaneció en un instante. Se levantó con prisa, de manera peligrosa, olvidando a su fiel compañero de viaje, el andador. Lo coloqué frente a él. Marchó hacia el baño con urgencia. Llegó con los pantalones mojados. Cuando se sumía en conversaciones, se olvidaba de sus necesidades y para cuando se daba cuenta era demasiado tarde. La próstata engrandecida no ayudaba. Intentaba hacer pis sentado, refunfuñando. Aproveché para salir del baño y llamar a una enfermera. Trajo unos calzoncillos y unos pantalones naranja del hospital, que sumaban a la idea de Denzel de que estaba en una prisión. Denzel intentó echarnos del baño. Quería más que un simple alivio. Si hubiera estado solo, me hubiera apartado detrás de la puerta, ocultándome detrás de las cortinas de la entrada del baño, dejándole un poco de intimidad. Pero la enfermera no lo permitía. Había que estar con él en todo momento, podía caerse. A Denzel no le gustaba ni lo entendía. No concebía como el sistema de salud le había quitado hasta el más íntimo momento de dignidad. La enfermera se mantenía en el baño dura como un menhir. Por suerte era espacioso. Cuando terminó, Denzel se levantó enfadado, insultando. Se limpió de pie, con una mano agarrándose a la barandilla del váter, la espalda encorvada, mirando a la enfermera como un ogro enfurecido. Estos eran los momentos peligrosos de Denzel, cuando se enfadaba, insultaba y amenazaba. En parte le entendía. Debe de ser frustrante no tener ni libertad para limpiarte el culo en soledad. Atrapado en una mente que ya no entiende la realidad, en un laberinto de pasillos y puertas que se cierran al verte llegar, sin poder volver a tu hogar. Durmiendo varias siestas al día, durmiendo mal de noche, cada día igual al anterior. Cada semana la misma comida recalentada. Yo también tendría mis momentos de rebeldía y furia.

Salió del baño. Volvió su ansia de fuga. A la derecha, pasamos dos habitaciones individuales. Había cinco para personas con infecciones contagiosas. A la izquierda, el pasillo se abría en habitaciones compartidas sin puertas. Pasamos por la única habitación compartida de mujeres en la que había cuatro pacientes, cada una de ellas enfrentándose a su nuevo destino lo mejor que podían. Una joven que debido a un accidente había quedado discapacitada. Se reía con frecuencia, aunque su humor, impredecible, podía tornarse tempestuoso, entre arañazos, puñetazos y mordiscos. A su derecha había una mujer con varios tubos conectados a su cuerpo. En las otras dos camas residían, una mujer en silla de ruedas con parte de su rostro caído, recuperándose con alegría y otra mujer tumbada, dolorida, que apenas podía moverse.

Continuamos nuestro camino, dejando atrás su habitación compartida y la recepción, hasta llegar a la salida. Su mirada se desvió hacia la puerta abierta del jardín. Cruzamos el comedor, con su televisor murmurante, y salimos al aire libre, solo para encontrar una nueva barrera: una muralla de madera que se alzaba ante nosotros.

—Me tenéis encerrado. No soy un colibrí.

—Nos podemos sentar aquí, si quieres. Hoy no hace frío.

—No quiero sentarme. No soy ni colibrí, ni loro, ni una ardilla enjaulada —dijo señalándole al árbol del centro del jardín. El sentido del humor indicaba que estaba volviendo a la normalidad.

—No ya, si de eso ya me he dado cuenta, eres muy alto para ser una ardilla. Si fueras una jirafa, al menos podrías mirar hacia afuera —sonrió.

—Mejor un caballo, así salto esta valla endemoniada —nos reímos.

—Uh, ¿para saltar esta valla? Un caballo gigante, no sé yo.

—Esto es pan comido para los caballos del Grand National —la competición ecuestre de obstáculo más importante de Inglaterra.

—¿Te gusta el Grand National? Lo podemos ver en la tele, si quieres.

—No, no, me dan pena los caballos, los maltratan. Cada año mueren unos cuantos.

—Podríamos ir a tu mesa y ver algo de rugby o escuchar blues, que te gusta —sonrió nuevamente.

—Vale vamos —dijo con voz resignado.

—¿Quieres un zumo de manzana?

—Sí.

En la penumbra de su habitación compartida, entre las dos ventanas, la televisión parpadeaba. Denzel se acomodó en su sillón, flanqueado por el armario, al lado de su cama. Sobre la cama, una pizarra mostraba la información que facilitaba nuestro trabajo: nombre, metas de rehabilitación, movilidad y algún que otro dato. Busqué un video de jardinería que le llevó al mundo de los sueños.

Un momento de paz. El hospital se sumía en la calma los fines de semana, sin doctores, ni terapeutas. Algunos familiares venían de visita. Solían reunirse en el comedor o en el jardín. Si no era peligroso, les permitían salir afuera. Los más afortunados podían pasar el fin de semana en sus hogares, si estaban adaptados para su nueva condición. En general, a los que necesitaban casco no les recomendaban salir. Dependiendo de la operación, algunos de ellos llevarían casco por el resto de sus vidas.

Geoff, era el vecino a la derecha de Denzel. Tenía noventa y un años. Era alto, de rostro estirado, cabellera blanca con una entrada y ojos azules claros. Su hija le había visitado al medio día con su marido. Estaban preparando la vuelta al hogar en donde sus nietos le cuidarían. Geoff, con su acento del norte de Londres y voz profunda, compartía historias de su pasado de minero y de sus viajes por el mundo. Era tranquilo, simpático, sonriente y dispuesto a las bromas. La mente le funcionaba a la perfección. Estaba rehabilitándose de una enfermedad degenerativa que afectaba su sistema nervioso y motriz. Me miró y me dijo: —Smooth—. Puse la radio en la tele. Música de los 80.

El crepúsculo se insinuaba, pero no lo suficiente para encender las luces del techo. La cama vacía, enfrente de Geoff, era un eco de historias pasadas. Me daba pena mirarla. La última persona que la ocupó, fue Mark. El paciente más rebelde que haya conocido. Negaba toda ayuda, rechazaba los ejercicios de rehabilitación, no le preocupaba ni su incontinencia, ni la falta de higiene y apenas comía. En el informe matutino me advirtieron acerca de él. Aunque no era mi paciente ese día, quise conocerle. Charlamos en castellano. Su acento era impecable. Había sido profesor de inglés. Conocía España mejor que yo. Regresó a Inglaterra tras la muerte de su padre. Mark intentó suicidarse saltando por una ventana, rompiéndose las piernas, fracturándose la cabeza y quedando discapacitado.

—Desde que volví a Inglaterra todo me ha ido mal. Solo mala suerte. La vida es una perra, cuando piensas que todo va a ir bien, se va todo a la mierda.

—Tienes cincuenta y cuatro años, aún te queda mucho por vivir.

—Que va, no me queda nada. Lo he perdido todo, todo. Ahora, pum —dijo con un gesto de manos—, solo cuesta abajo.

—¿Qué te pasó?

—¿A mí? De todo macho, si te contara…, no veas. Mi padre murió y no me pude ni despedir de él, lo mismo con mi madre que murió un año después, junto con mis dos hermanas en un accidente de coche en navidad. Mi mujer murió de cáncer el año pasado, no tengo a nadie.

—¿No tienes sobrinos, ni ningún familiar o amigos?

—Sí, sobrinos, pero no hay relación con ellos y mis amigos se quedaron en España. Nadie me quiere. Soy un sin amor.

Me quedé en silencio sin saber que decir. Absorbí su pena queriendo entender en plenitud este punto de vista que la vida me estaba mostrando. Le dije:

—Siento mucho que te sientas así. Es muy triste lo que te ha pasado.

—¿Qué sentido le verías tú a la vida en mi lugar? ¿Para qué vivir?

—No sé si la vida tiene algún sentido, supongo que ayudar a los demás y… —iba a añadir, disfrutar del amor de las personas que están a nuestro alrededor—, no sé que más se puede hacer en la vida que ayudar a los demás. Por lo menos a mí me funciona. Si al menos puedo ayudar a alguien mi vida tiene algo de sentido.

—¿Qué quieres que haga yo? Si no puedo ni limpiarme el culo. No puedo caminar, me mandaran a una casa de salud, minusválido, no, no tiene sentido seguir así. Me queda poco.

Al concluir aquel día, me hice una promesa: visitarlo en mis días libres. No la cumplí. Si bien es cierto que quiero ayudar a cada persona que se cruce por mi vida, hay un límite, sobre todo en el trabajo. El límite distingue entre ayudar o querer rescatar a alguien de su vida, una tarea que tan solo ellos mismos pueden hacer. Quería ser su salvador. Quería darle lo que necesitara para que superara la depresión y volviera a vivir. Pero no me atreví. Tenía que protegerme, emocional y físicamente. No le conocía como persona y no estaba dispuesto a asumir el riesgo. Mi mirada volvió a posarse en la cama vacía y me pregunté si aún seguiría vivo. Una pregunta surgió en mi mente, una pregunta que quedará sin respuesta por el resto de mi vida: ¿Qué hubiera ocurrido si me hubiera arriesgado?

En la cama contigua estaba Robert, tumbado. A sus cuarenta largos, se movía, caminaba y hablaba con una aparente normalidad, aunque su lentitud motriz y la cicatriz en su cabeza contaban una historia diferente. Sobrevivió a un derrame cerebral. Me contó que la noche del derrame estaba en el pub. De regreso a casa pasó por el supermercado y compró un par de cervezas. Llegó a su casa, puso las cervezas en la nevera y después tan solo había vacío hasta que se despertó en el hospital. Le daban de alta el viernes. Le pregunté:

—¿Qué es lo que más ganas tienes de hacer?

—Nada en especial —contestó.

—Habrá algo que eches de menos, un paseo por la playa o por la naturaleza. Tanto tiempo metido en el hospital ha de ser un agobio.

—No te creas, me gusta la rutina que hay aquí. Más que nada quiero ver que tal estoy. Llegar a casa y ver que tal me sienta la cerveza. Vivir un día, después otro, e ir viendo. Era una persona muy activa. Me encantaba pasear y hacer senderismo, pero ahora, no sé que es lo que quiero, bueno, si, vivir momento a momento y ver que tal estoy. Me da miedo irme solo. ¿Y si me vuelve a pasar lo mismo en medio de un bosque?  —Le miré en silencio, sin saber que decir. Me preguntó:

—¿Qué vas a hacer en tus días libres?

—Descansar —contesté—. Estoy agotado, noto como el estómago se me tensa, duermo peor. El estrés, mi viejo amigo, siempre me está tocando la puerta.

—Ya, te entiendo. Yo también sé de estrés. Trabajaba cincuenta y cuatro horas a la semana, a tope y ¿para qué? Cuántas horas desperdiciadas. Cuando vuelva a casa, me voy a tomar la vida de otra manera.

—No te queda otra.

—No, pero tengo suerte, estoy vivo. Podría haberse terminado todo y ¿para qué? Tengo una segunda oportunidad —dijo sonriendo.

—Bueno, si no te veo antes de que te vayas, suerte en tu nueva vida.

—Gracias, y que te vaya bien a ti también.

Denzel se despertó confundido. Me dijo:

—¿Dónde está el didgeridoo?

Pensé que se refería al mando de la tele. Geoff estaba escuchando música en su silla de ruedas mirando las paredes, así que le dije que no sabía donde estaba.

—No es el mando, el didgeridoo, ¿dónde está?

—¿Quieres escuchar didgeridoo? —Pregunté confundido.

—Sí —contestó.

Navegué por Youtube en busca de las melodías ancestrales de Australia. Los sonidos caleidoscópicos comenzaron acompañados por la imagen estática de Uluru; una montaña monolito anaranjada, rodeada de vegetación desértica verde amarillenta y un cielo azul impactante. Denzel cautivado, observó la foto antes de sucumbir al sueño, arrullado por las armonías que no eran ni sosegadas ni monótonas.

Otro momento de tranquilidad. Disfruté de los ritmos inesperados, sintiendo el entorno, consciente de mi respiración y cada parte de mi ser. Mi atención fluctuaba bailando con la música del didgeridoo, encontrando su diana cada vez que miraba la imagen de Uluru. En un instante, algo inusual sucedió. Las vibraciones del didgeridoo vaciaron mi mente por completo. Todo lo que sucedía a mi alrededor se fundió en una sola percepción, lenta, plácida, profunda. La sensación de estar vivo se convirtió en un fluir sincronizado sin mi mente categorizando o dudando. Mis sentidos formaban parte del medio ambiente. Me sentí unido a mis compañeros —los pacientes, al edificio avejentado, a la luz filtrándose por la ventana y al didgeridoo. Era como estar en un acuario, con la decoración siseando de un lado a otro, los peces yendo y viniendo. El ‘yo’, que suelo considerar mío, se convirtió en el agua, notando cada movimiento. Denzel durmiendo. Geoff contemplando la pared, sumido en pensamientos, murmurando: —No, no sé, no sé—. Pasándose la mano por la cabeza. La cama vacía. Robert recostado, mirando por la ventana. Sin darme cuenta, me pregunté: ¿dónde estoy? ¿Dónde está mi ‘yo’? La pregunta me transformó en pez, dejé de ser el agua. Los límites de mi conciencia individual tomaron forma nuevamente. Una sensación de paz y gratitud se deslizó por mi cuerpo. Mi mente se convirtió en un haz de luz atravesando la claridad del océano. Los pensamientos fluyeron como un río primaveral, colmado por el agua del deshielo. El hospital es un purgatorio para aquellos que podrían haber terminado en la bolsa negra de plástico. Renacen en un útero clínico en el que vuelven a aprender quienes son. El tiempo desaparece y no tienen otra opción que reflexionar y enfrentarse a sí mismos. Abandonan el útero siendo personas distintas. El sufrimiento de no ser la persona que fueron, tiene el poder de hacerles sentir que el camino que surcan lleva al infierno. Un infierno que no han elegido, en el que las circunstancias externas dictan sus vidas. Otros pacientes eligen ver otros caminos… Mis pensamientos fueron interrumpidos por el torbellino de la realidad. Un paciente con su casco, acompañado de una enfermera, cruzó hacia el baño enfrente nuestra. Denzel despertó. Mi turno de cuidado concluyó. Llegó mi relevo.

Observé a Geoff, su cabeza oscilaba recorriendo la pared. La curiosidad me llevó a preguntarle:

—Te veo mirando la pared de un lado al otro, murmurando. ¿Qué te preocupa?

Sus ojos se encontraron con los míos, mostrando una complejidad emocional entre melancolía y júbilo. Una sonrisa se dibujó en su rostro antes de preguntarme:

—¿De veras quieres saberlo?

Asentí, devolviéndole la sonrisa. Se volvió hacia la pared, tocó su barbilla con la mano, bajo la vista al suelo y volviendo a clavar sus ojos en los míos, me dijo:

—La vida es preciosa, me pregunto cuanto me queda.

Damien Melhem Quesada

LA CASA DE LOS MIL DEMONIOS

Ella, chula, madrileña hasta los huesos, de tono, de acento y en gestos. Vestía de negro elegante y esvelto. Llamativa como las italianas de medianoche. La poca luz del antro era reflejada en sus ojos como faros en la oscuridad de aquellos que se atrevían a resistir su mirada. Soberbia y segura en cada movimiento. Bailaba con un amigo de un amigo de mi amiga. Él estaba hipnotizado, fluyendo con los movimientos de ella. Ambos eran seres inusuales. Los ojos de él sobresalían a juego con su boca desmedida. Lo que en otros hombres se vería como proporciones exageradas, en él formaban una complexión perfecta, seductora. Mientras bailaban se insinuaban deseos al oído. Noemi, mi amiga, que no veía desde hace años, consiguió interrumpir el hechizo ofreciéndoles un porro. Ellas intercambiaron palabras. Él y yo nos miramos. Había algo en sus ojos y en su sonrisa estática que no era capaz de descifrar. ¿Qué corría por sus venas? Eran las 10 de la mañana. La pastilla que había tomado comenzó a subirme. Ella giró su cuerpo con soltura y me ofreció con su uña un polvo desconocido. Noemi ya había entrado en el juego. Me negué de primeras. —Es nexus —dijo ella. El gesto de brazo de Noemi, me ordenaba y me decía, pa dentro, déjate de tonterías. Acerqué mi nariz y me preparé para lo desconocido. En círculo, volvimos a la danza ritual del tecno. 

El antro estaba camuflado en los bajos de un bar del centro. Afuera, había una terraza de dos filas. Dentro, al fondo, se veía una barra con forma de L, más mesas y al lado de una máquina tragaperras, una escalera. Bajando se llegaba a los baños ruinosos, con charcos de agua, oliendo a papel mojado y humedad. Detrás de los baños había una puerta de metal. La típica puerta que uno ignora sabiendo que estará cerrada o que tras ella solo se encuentran trastos y suciedad. Noemi abrió la puerta. Llevaba a un pasillo con garrafas de gas vacías y sillas apiladas, que hacía de chillout. Retumbaban los bombos electrónicos. La densidad del ambiente y el olor a tabaco comenzaban a sentirse. En una esquina, unas sombras se reían entre la luz de los porros. Saludo, diez euros y adentro tras la segunda puerta de metal. Un golpe sonoro y caluroso se mezcló con la niebla de nicotina y THC. La luz tenue, azul por un lado, apenas se distinguía de donde procedía. Al fondo, otra luz, roja. Difuminaban los rostros, las figuras y el fondo, como una marina impresionista. En ese momento fue cuando vi por primera vez a la ninfa y al fauno. Bajamos los tres escalones y comenzamos a bailar junto a ellos.

El nexus tardó su tiempo en hacerme efecto. Mi percepción comenzó a cambiarme. El fauno y la ninfa se derretían en una sola substancia. Los brazos de ella se elevaron. Parecía que comenzaban a bajar, cuando en realidad era su cuerpo descendiendo. Uno vino por detrás y la sujetó junto al fauno. Otro más alto apareció y entre los tres se la llevaron fuera de la pista como si no pasara nada. No entendí que sucedía. Los tonos y siluetas comenzaron a mezclarse con el humo, solidificándose como polímeros de la cuarta dimensión fusionándose unos con otros. Noemi me miró con los ojos abiertos a más no poder y me dijo: —Vaya pedo que llevo—. Los sonidos del tecno nos envolvieron. Ella se agarró al altavoz siseando con su cuerpo, emanando sexualidad. Por un momento me convertí en fauno, imaginándome fundido con ella. Pero no pude, algo me detuvo. El tecno bajó a una atmósfera oscura y a su vez el antro se volvió un abismo de sombras en donde el suelo, las paredes y el techo estaban unidos en una misma dimensión espacial. Todo era techo, todo era pared, todo era suelo. Sentí vértigo. Cerré los ojos e inspiré intentando controlar mi percepción. Al espirar y abrir los ojos me encontré en la casa de los mil demonios. Me observaban con todo tipo de expresiones que juntas formaban una mueca astuta. Una mueca que dijo en silencio: —Sin palabras, te conocemos—. Sus ojos atravesaban mi piel, mis órganos, mis huesos, mis entrañas y mi alma. Veían mi sufrimiento, el de hoy, el de ayer, el de siempre. El de esta vida, mis vidas pasadas y las vidas del mañana. Mi sufrimiento, el tuyo y el nuestro. Desde que la conciencia se despertó en la humanidad hasta el último momento. Sentí un dolor que rasgaba quemando cada célula de mi cuerpo. Me vi a mí mismo ahogado en el fondo de un lago viscoso de sangre cálida coagulada. Aguanté la respiración nadando a la superficie. El cielo era negro apuñalado con estrellas rojas que se movían lentas, como lágrimas sangrantes. Inspiré. El dolor se volvió ajeno, distante, disperso. Espiré, cerrando los ojos. Algo cambió en mi. Percibí lo que sucedía como si fuera un documental de guerra, mostrándome los rostros desfigurados de los que lloran ante los cadáveres de cera y pelo, deformados por el napalm. La piel quemada no tenía olor. Cerré otra vez los ojos. Me convertí en un espectador caminando por una galería, viendo a los ganadores del concurso de fotografía de World Press. Observaba desde mi cómoda distancia a las almas en pena retratadas en su sufrimiento, convirtiéndose en actores improvisando lo que nunca hubieran querido vivir. Inspiré y abrí los ojos teñidos en rojo, saturados por el dolor ajeno. ¿O acaso era el mío, el nuestro?

El tecno volvió a mi cuerpo con los bajos a 100 bpms, retumbando en ondas de profundidad, uniéndose al ritmo de mi corazón, expandiéndose desde mi pecho. Me vi a mí mismo desde dentro de mi cabeza, detrás de mis ojos. Estaba sentado junto a Noemi. Ella intentaba comunicarse, pero le faltaban las palabras, unas se juntaban con otras amasadas entre sí, sin llegar a formar algo tangible que descifrar. Yo no sabía que decir. ¿Dónde estaba? ¿Quiénes éramos? ¿Qué vida era ésta, la de antes, la de después? ¿Acaso todo había sido real? En sus ojos volví a viajar. Vi cientos de vidas cruzadas, en las que unas veces éramos de la misma familia, otras tan solo miradas perdidas. Nuestros géneros y el color de nuestra piel se mezclaban, las relaciones cambiaban.

Uno vino y me dijo que la dejara, que la estaba agobiando. Me levanté, le miré y le pregunté confundido: —¿Eso crees?

¿Qué es la realidad? Busqué mi abrigo, dispuesto a encontrar los trazos perdidos que a cada momento se escapaban. Noemi estaba sentada encima. Lo intenté liberar, pero no encontré ayuda. Su mano me atrajo y sentí que quería que me quedara. Me senté. Miré al lugar vacío en donde se derritió la ninfa. Una serie de imágenes de lo sucedido, como si fuera un video de música pintado con oleos, surgió en mi mente. Vi al fauno entrar en la pista. Buscaba el abrigo de la ninfa. Según se iba le dije: —Cuídala.

Miré a Noemi intentando entender qué sucedía. Le dije: —Subamos a tomar algo—. Quería volver al bar, al mundo que recordaba ser real. ¿Dónde estaban la ninfa y el fauno? Mi amiga apenas pudo juntar unas sílabas para decirme: —No puedo—. Miró sus piernas y dijo: —No, no…—. Y sonrió. Bailamos sentados, como abuelos de la fiesta en silla de ruedas. Una amiga de Noemi se acercó. Le dijo algo. Sus amigas querían que se levantará y bailara. Yo no sé qué es lo que ella quería, pero algo me hacía sentir que no podía dejarla sola, aunque en realidad era yo el que no quería estar solo. Un pensamiento surgido del medio ambiente, penetró mi mente diciéndome que era un pesado. Otro me dijo, le estás dando todo el bajón. ¿Cuál era la realidad? O mejor dicho, ¿cuál era mi realidad y cuál era la realidad de los demás? Ante las dudas le dije a Noemi que tenía que subir. Arriba, uno de sus colegas la invitó a una copa. Era uno de los que se llevaron a la ninfa. Pedí una cerveza intentando volver a conectar causa y efecto en el mundo material. El bar estaba lleno de abuelos comiendo su almuerzo. Olía a tortilla recalentada en el microondas. Salimos a la terraza. Pasaban coches, transeúntes, turistas, gente con carritos, vida mundana. En la mesa del final vimos a la ninfa y al fauno. Hablaban acaramelados, como enamorados en cuento de hadas. A ella aún le brillaban los ojos, como lunas negras chocando.

Dije tanteando: —Menudo viaje te has pegado. ¿A dónde fuiste? —

Me miró sorprendida y contestó:

—Apenas me acuerdo, pero algo ha cambiado en mí, no sé—.

Le pregunté: —¿Qué tal te sientes? — .

—Rara —dijo ella—, algo me hicieron.

Un silencio surgió entre los dos que detuvo el tiempo. La conocí en otras vidas, éramos hermanas, viajeros y prisioneros. Los mil demonios nos sonreían a ambos.

—¿Te sientes bien? —pregunté.

—Sí —contestó ella—, menudo pedo niño. Aún estoy juntando las piezas. Hay vacíos que no entiendo, vi cosas raras, yo que sé—.

Él le agarró la mano y la acarició. Sus miradas eran como imanes. Noemí comenzó a hablar con ellos. Mi mente se abstrajo, indagando. ¿Qué es real y qué es ficticio?

El fauno río ante una broma de Noemí. Noto mi atención y giró su rostro con su sonrisa estática. Ellas siguieron hablando. Mantuve su mirada atravesando su piel, sus órganos, sus huesos, sus entrañas y su alma. Sus ojos vibraron, conteniendo una emoción compleja.

—Te dije que la protegieras —reclamé.

— Ya —contestó él.

La ninfa le pidió un bolígrafo al camarero. Agarró el brazo de Noemi y le escribió su número de teléfono. Se le había roto el móvil en la pista de baile. Noemi contestó con el mismo gesto.

El fauno me dijo: —Vuelvo a caer siempre en lo mismo, estoy hasta la polla—.

 Le miré creando una pausa que fundió nuestras miradas, atando nuestras almas. Observé las palabras salir por mi boca sin saber de donde procedían: —Si no te enfrentas al dolor de tu alma, les harás sentir a los demás lo que no te atreves a afrontar—.

Sus ojos comenzaron a vibrar, su sonrisa se hizo más tensa. Sonreí, uniendo mi dolor al suyo. Se relajó y nos dimos un abrazo con la energía de dos placas tectónicas chocando. A él también le conocía de vidas pasadas, le vi a mi lado sufriendo en una cárcel, éramos mujeres, los guardias sonreían con una mueca extraña.

¿Qué es este dolor que llevamos dentro? Lo heredamos y en la inconsciencia lo imponemos, contaminando generación tras generación, haciéndonos responsables del río de sangre que se divide tocando a los que están a nuestro alrededor, antes de llegar al océano de la perdición. Uno causando al otro, volviendo a causar aún más dolor, expandiéndose como el sistema nervioso de nuestras almas unidas en un solo ser, que cuando se divide no ve más allá de víctimas y verdugos. Como si fuéramos almas atrapadas en un juego siniestro de causa y efecto. ¿De dónde viene todo esto? ¿Quién fue el primer ser humano desconectado de su medio? ¿Quién fue el que rompió el espejo al ver las lágrimas del otro y no entender que el sufrimiento es nuestro? ¿Quién fue el que traspasó la piel del otro con sus dedos, atenazándole el corazón, marcándonos con la herida que no sana con el tiempo?

La ninfa le agarró del brazo y le dijo algo al oído. Él contestó: —Ya, es que estaba esperando el momento adecuado para decírtelo—. Ella le miró dudando. Noemi parecía tan confundida como yo lo estaba. La ninfa volvió a hablar en secretos con el fauno. Cuando terminaron, ella se levantó y pidió dos cervezas y dos tintos de verano. En ese momento se dio cuenta que no tenía el bolso. Se lo habían robado. Noemi le dijo que tenía que cancelar las tarjetas ofreciéndole su teléfono. Miró al móvil y dijo: —Puto móvil. No tengo ni billetera, ni naah—. El fauno la agarró de la mano, antes de que tirara el teléfono al suelo. Ella le miró a los ojos con ternura, liberó su brazo y le dijo: —Me largo—. El fauno se quedó petrificado hasta que decidió ir tras ella. Yo aproveché para aclarar lo que había sucedido con Noemi. ¿Quiénes eran los colegas de la ninfa? ¿Quién era ella? ¿Quiénes se la llevaron? Por lo que pude entender, el único colega de la ninfa era uno de los que la sacaron de la pista, junto con el otro que era uno de los Djs. Todos se conocían unos a otros, eran parte de dos o tres grupos, más los típicos perdidos como yo. La de la puerta era colega, la dj y el dj eran colegas. Según lo presentaba, parecía un lugar seguro. Le conté lo del desmayo. Ella me dijo: — No me enteré de nada. ¿Se desmayó? Joder menuda se pilló. Yo no llegué a tanto, pero ha sido el pedo más gordo de mi vida. El humo parecía sólido con formas que se mezclaban haciendo túneles, podía cambiarlos con los dedos, y… y no sentía las piernas, buah, menudo pedo. Pero no te comas la cabeza. Te ha dado una rallada de fiesta. A ver, a lo mejor cuando se la llevaron alguno le habrá tocado algo, pero no más. No te preocupes. Si la hubieran hecho algo la hubiera liado, conociéndola, anda que no le falta carácter. Antes de que llegáramos, casi se lía a hostias con una pava. Igual no te preocupes, mañana la llamo y a ver que me cuenta. —No sé —contesté mirando hacia la lejanía por donde la ninfa desapareció. A mi mente llegó un sentimiento turbio, incierto. Recordé que estuve en la casa de los mil demonios en donde todos somos víctimas del sufrimiento del principio de los tiempos. En donde todos estamos conectados en un entramado atemporal que por un segundo creí entender antes de volver a percibirlo como caos. Lo único real era el presente y para entenderlo tenía que abrir los ojos y aceptar mi sufrimiento. Y siendo honesto, se ve que en algún momento cerré los ojos pensando que era dueño del tiempo.

Damien Melhem Quesada

La Certeza

Relato inspirado en el libro de Albert Camus:

«El Míto de Sísifo».

«Un tiro preciso y todo habrá acabado ―se oye en la mente de Covash.»

Apuntan con su rifle en la larga distancia. Roza el gatillo suave y frío que marca el fin de un camino. Uno podría pensar que Covash está en una posición de control. Después de todo es él quien toma la última decisión. Pero Covash sabe que los días de intensidad y de expectación están a punto de terminar. Un tiro, huida y la vida habitual le volverán a encarcelar.

―Tuckshhhhhh…
El tiro infalible da comienzo al fin de las certezas. La carrera acelera su corazón mandando señales al cuerpo que ruge con intensidad calculada.
Esquiva otro cadáver, retirado con un tiro en la nuca. Se vuelve una fracción de segundo y aprecia con cierta curiosidad el lago de sangre que sale de la boca. Unos segundos más tarde deja atrás la puerta de la azotea.
En el octavo piso se encuentra un apartamento en venta sobrevalorado a conciencia y remodelado para ser el escondite perfecto. Mueve la pared de teselas del baño y vuelve a su lugar de origen, a su prisión mental. Permanecerá escondido tantos días como sea necesario. En la pequeña y oscura guarida tiene agua, comida, una linterna, ropas, dos  libros y un lugar en donde desechar sus desperdicios personales. Los únicos que conocieron la existencia de la habitación añadida, fueron los constructores de la empresa BicoMagnus, que murieron de una intoxicación de langostinos celebrado la victoria de su equipo de fútbol regional.

Abre un libro en la página 29 y lee:
“No podemos hacer nada que trascienda el juego fatal de las apariencias.”
«Oh Camus, ojala fuera un escritor para que el sentido de mi vida fuera dictado a través de la pluma ―se oye en la mente de Covash.»
Al cabo de unos minutos se escuchan voces entrando en el apartamento de al lado, cuestionado, registrando, amenazando.
―¡Pockt! ―La puerta del apartamento en el que reside Covash cede, los policías entran galopando y gritando.
Covash escucha con curiosidad, sabiendo que nadie le va a encontrar. Aun así, algo en su interior le empuja a imaginarse a si mismo rompiendo a través de la pared. Masacrando a tiros a los policías que, incautos, no se esperaban a una bestia sedienta de sangre encerrada tras los barrotes de su propia cobardía.
«¿Por qué soy incapaz de elegir cuando morir? ―Cuestiona la mente de Covash.»

Tras unas horas de gritos y puertas forzadas, lo único que queda son las sirenas.
Su reloj digital marca en rojo las 22:00. La tranquilidad llega con la noche. Pero Covash sabe que el caos se ha dejado de escuchar, pero aun la paz no se puede respirar. Uno o dos días estará el edificio acordonado y protegido, por lo que en silencio la mente de Covash no dejara de pensar.

09:00. Oye abrirse la puerta del apartamento. Esta vez, las voces tranquilas y controladas denotan cierta profesionalidad. El corazón de Covash intenta saltar, pero al ritmo del Ohm su mental se vuelve a callar.
09:23. La puerta se cierra. Covash regresa a su realidad interna.

Pasan las horas. Covash se atreve a producir un sonido,
―Clikn.
Abre una lata de garbanzos hervidos y disfruta de su primera comida en 14 horas.
Página 50: “…lo absurdo. Es la separación entre la mente que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia por la unión, este universo fragmentado y la contradicción que lo une todo.”
Cierra el libro de golpe. La frustración tensa los músculos de su estómago mientras que su mente le susurra:
«No puedo seguir leyendo, me voy a volver loco. Llevo un día más los dos días anteriores, a oscuras, con mi mente. Este no es un buen momento. Demasiadas dudas, si tan solo supiera vivir de otra manera, demasiados años atrapado en ciclos que no llevan a nada. Todo acaba y todo vuelve a empezar y yo sigo siendo igual, no, no, tengo que centrarme, deja de pensar, medita, Ohm…Ohm… ¿Qué sentido tiene todo esto?… Ohm… Ohm… Ohm… ¿Por qué sigo mintiéndome? ¡Silencio! Ohm…Ohm…Ohm…»

Segundo día y cuarta lata. La seguridad en el edificio es casi mínima. Covash no lo sabe, pero este sería el momento perfecto para escapar.

20:40. Tercer día, página 54: “El suicido, como el salto, es extrema aceptación. Todo acaba y el ser humano vuelve a su historia esencial. Su futuro, su único y deplorable futuro lo ve y se abalanza hacia él. A su manera, el suicidio resuelve el absurdo…”
«¿Suicidio? Ojala fuera tan fácil acabar con uno mismo, plas, pensarlo y hacerlo. No, hay algo más, algo que tengo que hacer. No me puedo suicidar. Hay una última pieza que tiene que encontrar su lugar.»

21:00. Covash conecta el bíper. Una clave: Esta noche saldremos a tomar algo. No hay demasiadas mujeres interesantes, pero algo se hará. Igualmente no tengo ganas de  ir este fin de semana a Grecia, por lo que deberías de venir a verme a mi casa. Abrazo.
«OK, hora de moverse ―se oye en su mente.»
Surge del escondite con la mochila llena de excrementos, basura, algunas latas, una linterna y dos libros. Con ropas nuevas y la identidad robada del inquilino del piso 5J, se dirige a la entrada principal. Un policía chequea su identificación. Ve que corresponde con la del inquilino en cuestión y le deja pasar.
―¿Va al gimnasio? ―Pregunta el policía según Covash se aleja.
―Sí, algo de boxeo para desconectar ―responde Covash con una sonrisa final.

Hotel Le Meridien, cinco estrellas.
―Mikael Van Reis―informa Covash al recepcionista.
―Habitación 508, Sr. Van Reis. Aquí tiene su caja de seguridad.
Covash abre la caja metálica y saca de ella un sobre sellado.

En la habitación, Covash abre el sobre.  Encuentra un billete de avión con salida en 3 días. Deja el sobre en la sobremesa y se dirige hacia el baño.
«Por fin una ducha ―exclama la mente de Covash.»
Con el pelo mojado, se sumerge desnudo en la cama, cayendo dormido en el mundo de los sueños.

Los minutos y las horas desaparecen sin dejar huella. En la mañana del segundo día Covash despierta sintiendo como si su vida hubiera seguido su camino mientras sus ojos dormían. Los pensamientos cíclicos le poseen. Unas lágrimas amenazan con escapar. Su corazón vuelve a sentir el vacío, la tristeza y la soledad.

«Sin ningún lugar a donde ir, sin nada que hacer, ¿Qué sentido tiene engrandecer esta mentira llamada vida? Momentos de felicidad pasajera y decepciones eternas, ¿qué sentido tiene vivir? Todo vuelve siempre al mismo lugar, al vacío, a la contradicción, al sin sentido. Hoy, mañana, en un mes, qué más da, todo acaba igual. ¿Qué sentido tiene el prolongar?»
Según se desliza la última pregunta por la mente de Covash, las lágrimas caen. Se ve a sí mismo quitando el seguro de la pistola que lleva años esperando en la sobremesa. El frío cañón se coloca en el lateral de su cabeza. Rozando el gatillo, se cruzan por su mente recuerdos, deseos y una esperanza fútil que afirma su decisión de completar el círculo vital.
―Tockshhhh…
La bala atraviesa el supuesto hogar de la mente individual, bloqueando las funciones cognitivas antes de la salida triunfal, rompiendo hueso y carne en lluvia gris y roja. Covash se ve a sí mismo morir y su mente cuestiona volviendo a la realidad:
«¿Qué es lo que me ata a la vida?»

Con la mente llena de indecisiones abandona la habitación. Esperando la luz verde, ve acercarse a un camión a gran velocidad. Su mente vuelve a imaginarse eligiendo su destino y enfrentándose a él. Pero algo le retiene, una fuerza involuntaria que le impide morir. Otro día más de vida esperando una nueva certeza que le dé sentido a su vida, aunque tan solo sea por unos meses o días.

La noche llega. Esta vez Covash está preparado. Tiene suficientes pastillas como para hacer descansar a un elefante.
En la cama abre el libro en la página 109 y lee: “El trabajador actual, trabaja todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se vuelve consciente.”
Pasan unos minutos hasta que ya no puede leer más. Deja el libro en la sobremesa y cierra los ojos.
«¿Vivir o morir? Vivir sin sentido una y otra vez y morir. ¿Para qué? ¿Acaso no es lo mismo? O morir por algo ―se escucha en la mente de Covash antes de entrar en el mundo de los sueños.»

00:00 Covash saca el billete de avión del sobre y se sorprende al encontrar en el fondo una tarjeta púrpura de plástico, con el nombre Macaria inscrito en rojo y una nota en clave que dice: No te olvides de pasártelo bien. Ven a Macaria. Disfruta de lo que te has ganado.
«Justo a tiempo ―se oye en la mente de Covash.»
«Ropa nueva, perfume, la billetera llena y a fingir ser normal.»
Tras un sándwich en el hotel, Covash toma un taxi que le deja en la entrada del Macaria.
«Gente demasiado arreglada, coches deportivos y vidas con la apariencia de haber tenido un camino planeado a lo grande. Demasiada, demasiada gente, justo lo que necesitaba. Una noche de hipocresía, miradas presumidas, gestos falsos, conversaciones vacías y pretensiones perdidas.»

―Un jugo cualquiera― le pide Covash al camarero.
Oteando las mesas encuentra un rostro familiar. Sin que nadie se dé cuenta, Covash recoge un sobre. Palpa con sus dedos y lee la inscripción codificada.
«Un nuevo objetivo, más rápido de lo que esperaba. Una pieza más.»
Una mujer alta y con una belleza felina se acerca y le pregunta:
―¿Tú no eres de por aquí, no?
―No,soy Holandés, ¿acaso eres policía buscando sospechosos? ―Ella ríe y contesta:
―No, es tan solo una manera de comenzar la conversación. Soy Estena, pero mejor llámame Esti.
―Mucho gusto Esti, me llamo Mikael. ¿Vienes mucho por aquí?
―Bastante, lo suficiente como para darme cuenta de cuando alguien es nuevo.
―No me gustan mucho estos sitios, demasiadas apari…argh! ¿Eh tú? Tencuidado ―le dice Covash a un hombre que tropieza con él.
―Perdona amigo, me han empujado.
―Qué extraño, he sentido como si…― Covash reacciona tocándose la espalda y mirando a Estena que le interrumpe diciendo:
―Siempre hay borrachos por todos lados, pero tu veo que no bebes.
―No, no es mi estilo. Me gusta llevar el control de mi vida.
―¿Ni cocaína ni nada?
―No, no, ¿por qué? ¿Acaso te van las drogas?
―No, para nada. Yo también prefiero lo natural.
―Dime Esti, ¿a qué te dedicas?
―Soy bróker.
―Suena bastante serio.
―Bueno, no tanto como parece. Busco a donantes y receptores y gano dinero con ello.
―ja,ja,ja… buena manera de ponerlo.
«¿Será ella? ―Susurra la mente de Covash.»

Entre preguntas y miradas llenas de intención, Covash se siente relajado hablando y bailando con Estena que le inspira una confianza innata con sus ojos llenos de determinación. Parece ser una persona inesperadamente despierta e inteligente con un sentido del humor crítico y perspicaz.
Estena le ofrece con gestos insinuadores y un beso final su casa para pasar la noche. Plan perfecto, coche en marcha.
Covash está lleno de expectación y deseos. Nunca en su vida había conectado con tanta facilidad con una mujer y si creyera en el amor, diría que estaba por suceder.

En su casa, Estena le ofrece una bebida roja con un fuerte sabor amargo.
―Uhmm, bastante intenso. ¿Qué es?
―El cóctel triple, pomelo, zanahoria y el ingrediente secreto.
Covash aparta la bebida e indaga con su mirada a Estena, que ríe:
―No te preocupes que no es ni alcohol, ni drogas. Es un combinado de vitaminas y ginseng que necesitaras esta noche si pretendes aguantar.
Covash vuelve a mirar la bebida, aun sin confiar.
Estena le da un trago final a su cóctel y tira el vaso al suelo. Con una sonrisa picaresca, realiza un movimiento sutil que deja a su vestido deslizarse hasta los pies. Su cuerpo voluptuoso queda al descubierto.
―¿Vas a venir conmigo? ―Le pregunta Estena.
Covash se queda sin palabras. Hipnotizado, intenta recordar cuando fue la última vez que una mujer tan bella le había deseado sin preguntar antes por el contenido de su billetera.
―Anda, déjate de tonterías. ¿Acaso crees que te voy a envenenar? Bébete el jugo si quieres. Solo te digo una cosa más, lo vas a necesitar ―con un guiño, Estena se despide dirigiéndose a su habitación.
Covash mira el vaso sonriendo y bebe el cóctel de un trago. Tras dar unos pasos siente su cuerpo aligerarse, casi perdiendo toda sensación de peso y de consistencia. Las piernas le flaquean. Los colores y las luces se vuelven más intensas.
«¿Estoy alucinando? ―Pregunta su mente confundida con los ojos clavados en Estena.»
Tropieza y por poco se cae. Apoyándose en la pared, sin poder realmente conectar las piezas del puzzle, le pregunta a Estena que le espera reclinada en la puerta:
―¿Qué me has dado? ―Al oír su voz, su cuerpo casi se despierta del sueño, pero al no poder coordinar se tambalea a punto de perder la conciencia mientras a su mente llegan distintas piezas: ―…un cliente con cistitis fibrosa… tú eres el hombre de tamaño ideal…
Al abrirse la puerta, Covash cae al suelo. Levantando la vista ve deslumbrado una cama y a unos hombres con batas blancas. En ese preciso momento, su conciencia encaja la última pieza. Según la droga le quita los últimos trazos de voluntad, Covash deja escapar su último suspiro sin la posibilidad de negar.

Damien Melhem Quesada