Demian Melhem Quesada 11/10/2017
Creo haber escuchado esta metáfora en las palabras de algún libro olvidado, regalo de la mente de algún autor menospreciado.
«Cada uno vive en su propia isla.»
Unas veces miramos a nuestro alrededor y nos damos cuenta de que nuestra isla es parte de un precioso archipiélago, otras veces miramos a los espacios vacíos que quedan entre ellas y pensamos que nuestra isla es la única en el inmenso y frio océano.
Caminamos, corremos y gozamos de nuestra isla como si fuera la más bella y la más importante de todo el océano. A veces sacamos el catalejo en las altas colinas o en la confortable playa y miramos a los vecinos con curiosidad corriendo, saltando y de vez cuando, cayendo. Y a decir verdad hay gente que solo mira para ver caer a los demás, ya que parece ser el más valorado ritual en esta sociedad.
Nuestras caídas son lo de menos, ya que la mayor parte de ellas ni las vemos.
Contando todo lo que tenemos en nuestra isla, nos enamoramos de ella. Tanto la queremos que sentimos la necesidad de compartirla. Así nos aventuramos en los océanos, mirando a nuestro alrededor llenos de miedo, al sentir fluir el suelo. Entre nuestros brazos llevamos un cálido tesoro que busca un nuevo puerto.
Al llegar a la orilla de nuestro vecino, le entregamos nuestro tesoro llenos de ilusión, para que pueda disfrutar un poco de nuestra pasión. Observamos la belleza de la extraña isla con curiosidad y cierto recelo, pero al irnos somos felices ya que volvemos al lugar más bello de todo el océano.
Pasan los días y a veces los meses e incluso años de expectación.
«¿Cuando me dirá si le ha gustado mi tesoro?»
Hasta que uno ya no puede más y juntando todo su valor escribe un mensaje en el ordenador.
La respuesta suele ser huidiza, a veces indefinida, pero con suerte no es una mentira.
―No he tenido tiempo ―suele ser, en estos días modernos en los que en nuestra isla hay tanto que hacer.
«¿Tiempo? ―Me pregunto sabiendo la respuesta.»
«Los únicos que no tiene tiempo, son los muertos.»
Quizás sea por educación, ya que la verdad suele ocultar un sentimiento áspero al que nadie quiere enfrentarse:
―He organizado mi vida sin contar con tu regalo como parte de ella.
Entonces veo de que sí que hay algo de muerte en este tema. Quizás mi tesoro este muerto, o por decirlo de otra manera, mi tesoro no existe, por lo que no puede ser disfrutado en la isla de los demás.
Yo soy un fiel creyente de la reciprocidad. En ella está el equilibrio, en ella está la paz.
Entonces, me pregunto:
«¿Acaso no será que yo también he recibido un regalo, que he dejado volar, llevado por el viento, sin haberlo podido disfrutar?»
«¿Que regalo abandoné? ―Pienso y me pregunto sin saber. »
Quizás todo sea un no-entendimiento que reside en el significado del regalo.
Yo sé que tesoro doy, ¿sabrán ellos que lo doy?
Quizás mis regalos no sean regalos para ellos, sino que los dan por hecho y por eso los abandonan.
Y la reciprocidad me hace preguntar:
«¿Que regalos habré recibido yo, que no haya sabido darles valor? »
Y ahí es donde reside la cuestión, en el valor que cada uno le da a los elementos que componen la orquesta de nuestras vidas; en el valor que cada palmera y grano de arena tiene en nuestra isla.
Que se le va a hacer, uno interpreta la vida mirándose al ombligo, contrastando primero con su propia isla. Y entonces digo:
―Así no hay quien sepa valorar lo que nos dan los demás.
P.D: No le digas a la gente que estás muerto, ya que los muertos son los únicos que no tienen tiempo.