Uluru

Era una tarde habitual de Domingo inglés. Nublada, de sol tímido, ventosa, que te puede transportar al otoño, haciéndote olvidar que la primavera llegó. La luz fluctuante entraba en la sala del hospital creando tonos oscuros que se iluminaban por segundos o minutos. El edificio era una huella triste del sistema de salud inglés. El paso del tiempo no le prestó ni una caricia renovadora. Se había convertido en una foto abandonada a la intemperie de un pasado mejor.

Cuando llegué a la sección de neurorrehabilitación del hospital, mi paciente preferido, Denzel, estaba sentado en su sillón, en la primera habitación compartida. Me acerqué a saludarle. Él levantó la vista por encima de sus gafas sonriendo con sus cejas y ojos, revelando el aprecio mutuo. Dijo:

—Menos mal que has llegado. Que aburridos son los otros —sonreí aceptando el elogio.

Después del informe diario que nos dio la enfermera, leí en la rotación que era mi turno para acompañarle. Denzel necesitaba cuidado continuo. En general, era un tipo tranquilo, en sus sesenta largos, de cabello largo que no le llegaba a los hombros, una reducida calva central y barba canosa de chivo. En la mesita con ruedas que tenía delante, había revistas de jardinería, una taza de té a medias y un dominó al que jugábamos de vez en cuando. Me senté a su lado.

—¿Qué deportistas famosos hay en Cornualles? —Le pregunté.

—Muchos, demasiados.

—¿Algún jugador de golf?

—Eso ya no me acuerdo, pero seguro que hay alguno. Tenemos campos de golf a patadas en Cornualles —junto con el rugby eran sus deportes preferidos.

Tomé la tablet del hospital que estaba protegida con un plástico azul con forma de elefante y le dije:

—Busquémoslos.

Denzel se deleitaba hablando del reino independiente de Cornualles. Anhelaba haber sido profesor de historia para enseñar a los niños la verdadera historia de su patria y recordarles que no eran ingleses. Se había dañado el cerebro en un desafortunado accidente en su casa. Sufría episodios de delirio acompañados por la demencia que había llegado de manera temprana. A menudo le recordábamos que usara su andador, ya que se cansaba inesperadamente y perdía el equilibrio con frecuencia.

El silencio se hizo presente, después del estudio diario de los secretos que la Wikipedia nos desvelaba acerca de Cornualles. Denzel tomó unos sorbos a su té y de repente, el delirio le golpeó sorprendiéndome como un trueno en un día soleado. Se levantó, buscando en el armario su abrigo, con la esperanza de regresar a su hogar. Estaba rehabilitado en todo lo posible. Llevaba meses esperando ser admitido en una casa de salud de su localidad. No encontró el abrigo adecuado. Comenzó a deambular por los pasillos, desde la salida de emergencia que intentaba abrir, hasta la entrada principal, que estaba cerrada con acceso de tarjeta. Miraba por el cristal de la puerta y refunfuñaba:

—Me tienen encerrado. No soy un animal.

—Estás aquí hasta que te recuperes —le contestaba.

—Recuperarme de que, ya estoy bien. Me tenéis encerrado. ¿Cuándo me vais a dejar salir?

—Mañana le puedes preguntar al doctor. Esta noche nos quedamos aquí.

Le calmaba con palabras que movían sus conflictos sin resolución hacia el día siguiente, mentiras. Sabía que cuando la enajenación le dejara de poseer, se tranquilizaría y aceptaría la situación en la que vive.

—Me voy a Melbourne —decía—, me espera un buen trabajo.

—Pero Melbourne está lejos. ¿Sabes dónde estamos?

—En la oficina.

—No, estamos en un hospital.

Una enfermera pasó por la entrada. Denzel esprintó, para llegar tarde.

—Quiero salir —gritó.

—No puedes. —Me miró enfadado. Caminó hasta llegar a una basura en la que se apoyó para patrullar la entrada. Al rato se levantó en busca de algo en sus pantalones sin bolsillos.

—¿Qué buscas Denzel?

—Las llaves de mi casa. No las encuentro.

—No las tienes. Las mandamos por correo a tu nuevo hogar —me miró dudando.

Volvió a su cama. Buscó en la silla, debajo, detrás, en el armario y en cada esquina posible.

—Me tengo que ir a Melbourne, me espera un buen trabajo —reiteró.

El ciclo podía repetirse dos o tres veces, añadiendo algún factor nuevo. Era como ver un disco rayado que vuelve a la misma escena tras unos minutos.

Caminó nuevamente hacia la salida. Intentó abrirla sin éxito. Se dirigió a una silla dispuesto a continuar con su patrulla. Se tocó los bolsillos inexistentes. No se sentó. Volvió hacia su cama. Fue al baño. No encontró nada. Fue hacia las duchas. Acabamos en la salida de emergencia. Volvió atrás, pasando por el gimnasio de rehabilitación. Terminamos en la última habitación compartida. Le saludó Alistair, el único paciente que estaba allí en esos momentos.

Alistair descansaba en su cama, acompañado por su prometida, una mujer alta, muy atractiva. Había sido cirujano. Le encontraron inconsciente en la cuneta con su bicicleta. La primera noche bajo mi cuidado fue todo un desafío, marcado por su inquietud y un torrente de palabras que fluctuaban entre elogios y preguntas repetidas. Respondía como si fuera la primera vez que me hacía cada pregunta, dejándome agotado de tanto contestar lo mismo. Quería saber dónde estaba, quién era el doctor, que hacía en la cama y porque no podía irse a su casa. A pesar de que no podía caminar, era uno de los que llamábamos «escaladores»: pacientes que intentan salir de la cama sin tener el equilibrio para mantenerse en pie. En esas ocasiones, cubrimos las barras de protección de la cama con plásticos acolchados.

Estaba sentado enfrente suya, calmándole con palabras, sonriendo, e impidiendo que se cayera. Era un tira y afloja constante. Cada veinte minutos escalaba y entre medias me ametrallaba a preguntas. El silencio era una señal de alerta. Se movía poco a poco hacia el final del lecho, situando su cuerpo para trepar, como un niño pillo, intentando engañarme, hasta que hacía su movimiento final que mi cuerpo impedía. Alrededor de las cuatro de la mañana, di un cabeceo de inconsciencia. Alistair casi logra su cometido. Abrí los ojos, enfoqué con la linterna y le vi a punto de escapar hacia lo que él creería que era su libertad, el duro suelo. Con un salto, sostuve la mitad de su cuerpo en el aire evitando la caída. El enfermero vino a ayudarme y aprovechamos para limpiarle y cambiarle la cama. Sería la cuarta vez que lo hacíamos. Alistair, ajeno al control de sus necesidades básicas, era un recordatorio de la fragilidad humana.

El amanecer iluminó los rostros dormidos de los pacientes. En la ventana vi fotos suyas, había otra en su mesa y algunas más pegadas en el armario. Fotos con su prometida en un velero, celebrando con amigos, bebiendo, en una casa lujosa, con un jardín precioso, en fin, fotos de una vida que desde la distancia cualquiera querría formar parte de ella. Una vida de ensueño, ahora suspendida en el tiempo. La compasión que sentía al verle en ese estado de no ser, se incrementó al darme cuenta lo mucho que había perdido en tan solo un instante. Por suerte respondió bien a la medicación, los ejercicios y el sano pasar del tiempo. Ahora era capaz de dar unos pasos, pensaba con coherencia y aunque su carrera de cirujano había acabado, su espíritu era pura luz. Era el alma del hospital, siempre viendo el lado positivo de cada situación y de cada persona. Su prometida traía dulces de una pastelería de lujo. Ella sonreía y se reía con él. Por fuera parecía que había aceptado el cambio de destino sin ningún problema. Alistair tenía un don especial para apaciguar a Denzel. Hablaban de historia, de sus vidas pasadas, de la salud y del clima, como buenos ingleses que eran.

La calma en la mirada de Denzel, un regalo de Alistair, se desvaneció en un instante. Se levantó con prisa, de manera peligrosa, olvidando a su fiel compañero de viaje, el andador. Lo coloqué frente a él. Marchó hacia el baño con urgencia. Llegó con los pantalones mojados. Cuando se sumía en conversaciones, se olvidaba de sus necesidades y para cuando se daba cuenta era demasiado tarde. La próstata engrandecida no ayudaba. Intentaba hacer pis sentado, refunfuñando. Aproveché para salir del baño y llamar a una enfermera. Trajo unos calzoncillos y unos pantalones naranja del hospital, que sumaban a la idea de Denzel de que estaba en una prisión. Denzel intentó echarnos del baño. Quería más que un simple alivio. Si hubiera estado solo, me hubiera apartado detrás de la puerta, ocultándome detrás de las cortinas de la entrada del baño, dejándole un poco de intimidad. Pero la enfermera no lo permitía. Había que estar con él en todo momento, podía caerse. A Denzel no le gustaba ni lo entendía. No concebía como el sistema de salud le había quitado hasta el más íntimo momento de dignidad. La enfermera se mantenía en el baño dura como un menhir. Por suerte era espacioso. Cuando terminó, Denzel se levantó enfadado, insultando. Se limpió de pie, con una mano agarrándose a la barandilla del váter, la espalda encorvada, mirando a la enfermera como un ogro enfurecido. Estos eran los momentos peligrosos de Denzel, cuando se enfadaba, insultaba y amenazaba. En parte le entendía. Debe de ser frustrante no tener ni libertad para limpiarte el culo en soledad. Atrapado en una mente que ya no entiende la realidad, en un laberinto de pasillos y puertas que se cierran al verte llegar, sin poder volver a tu hogar. Durmiendo varias siestas al día, durmiendo mal de noche, cada día igual al anterior. Cada semana la misma comida recalentada. Yo también tendría mis momentos de rebeldía y furia.

Salió del baño. Volvió su ansia de fuga. A la derecha, pasamos dos habitaciones individuales. Había cinco para personas con infecciones contagiosas. A la izquierda, el pasillo se abría en habitaciones compartidas sin puertas. Pasamos por la única habitación compartida de mujeres en la que había cuatro pacientes, cada una de ellas enfrentándose a su nuevo destino lo mejor que podían. Una joven que debido a un accidente había quedado discapacitada. Se reía con frecuencia, aunque su humor, impredecible, podía tornarse tempestuoso, entre arañazos, puñetazos y mordiscos. A su derecha había una mujer con varios tubos conectados a su cuerpo. En las otras dos camas residían, una mujer en silla de ruedas con parte de su rostro caído, recuperándose con alegría y otra mujer tumbada, dolorida, que apenas podía moverse.

Continuamos nuestro camino, dejando atrás su habitación compartida y la recepción, hasta llegar a la salida. Su mirada se desvió hacia la puerta abierta del jardín. Cruzamos el comedor, con su televisor murmurante, y salimos al aire libre, solo para encontrar una nueva barrera: una muralla de madera que se alzaba ante nosotros.

—Me tenéis encerrado. No soy un colibrí.

—Nos podemos sentar aquí, si quieres. Hoy no hace frío.

—No quiero sentarme. No soy ni colibrí, ni loro, ni una ardilla enjaulada —dijo señalándole al árbol del centro del jardín. El sentido del humor indicaba que estaba volviendo a la normalidad.

—No ya, si de eso ya me he dado cuenta, eres muy alto para ser una ardilla. Si fueras una jirafa, al menos podrías mirar hacia afuera —sonrió.

—Mejor un caballo, así salto esta valla endemoniada —nos reímos.

—Uh, ¿para saltar esta valla? Un caballo gigante, no sé yo.

—Esto es pan comido para los caballos del Grand National —la competición ecuestre de obstáculo más importante de Inglaterra.

—¿Te gusta el Grand National? Lo podemos ver en la tele, si quieres.

—No, no, me dan pena los caballos, los maltratan. Cada año mueren unos cuantos.

—Podríamos ir a tu mesa y ver algo de rugby o escuchar blues, que te gusta —sonrió nuevamente.

—Vale vamos —dijo con voz resignado.

—¿Quieres un zumo de manzana?

—Sí.

En la penumbra de su habitación compartida, entre las dos ventanas, la televisión parpadeaba. Denzel se acomodó en su sillón, flanqueado por el armario, al lado de su cama. Sobre la cama, una pizarra mostraba la información que facilitaba nuestro trabajo: nombre, metas de rehabilitación, movilidad y algún que otro dato. Busqué un video de jardinería que le llevó al mundo de los sueños.

Un momento de paz. El hospital se sumía en la calma los fines de semana, sin doctores, ni terapeutas. Algunos familiares venían de visita. Solían reunirse en el comedor o en el jardín. Si no era peligroso, les permitían salir afuera. Los más afortunados podían pasar el fin de semana en sus hogares, si estaban adaptados para su nueva condición. En general, a los que necesitaban casco no les recomendaban salir. Dependiendo de la operación, algunos de ellos llevarían casco por el resto de sus vidas.

Geoff, era el vecino a la derecha de Denzel. Tenía noventa y un años. Era alto, de rostro estirado, cabellera blanca con una entrada y ojos azules claros. Su hija le había visitado al medio día con su marido. Estaban preparando la vuelta al hogar en donde sus nietos le cuidarían. Geoff, con su acento del norte de Londres y voz profunda, compartía historias de su pasado de minero y de sus viajes por el mundo. Era tranquilo, simpático, sonriente y dispuesto a las bromas. La mente le funcionaba a la perfección. Estaba rehabilitándose de una enfermedad degenerativa que afectaba su sistema nervioso y motriz. Me miró y me dijo: —Smooth—. Puse la radio en la tele. Música de los 80.

El crepúsculo se insinuaba, pero no lo suficiente para encender las luces del techo. La cama vacía, enfrente de Geoff, era un eco de historias pasadas. Me daba pena mirarla. La última persona que la ocupó, fue Mark. El paciente más rebelde que haya conocido. Negaba toda ayuda, rechazaba los ejercicios de rehabilitación, no le preocupaba ni su incontinencia, ni la falta de higiene y apenas comía. En el informe matutino me advirtieron acerca de él. Aunque no era mi paciente ese día, quise conocerle. Charlamos en castellano. Su acento era impecable. Había sido profesor de inglés. Conocía España mejor que yo. Regresó a Inglaterra tras la muerte de su padre. Mark intentó suicidarse saltando por una ventana, rompiéndose las piernas, fracturándose la cabeza y quedando discapacitado.

—Desde que volví a Inglaterra todo me ha ido mal. Solo mala suerte. La vida es una perra, cuando piensas que todo va a ir bien, se va todo a la mierda.

—Tienes cincuenta y cuatro años, aún te queda mucho por vivir.

—Que va, no me queda nada. Lo he perdido todo, todo. Ahora, pum —dijo con un gesto de manos—, solo cuesta abajo.

—¿Qué te pasó?

—¿A mí? De todo macho, si te contara…, no veas. Mi padre murió y no me pude ni despedir de él, lo mismo con mi madre que murió un año después, junto con mis dos hermanas en un accidente de coche en navidad. Mi mujer murió de cáncer el año pasado, no tengo a nadie.

—¿No tienes sobrinos, ni ningún familiar o amigos?

—Sí, sobrinos, pero no hay relación con ellos y mis amigos se quedaron en España. Nadie me quiere. Soy un sin amor.

Me quedé en silencio sin saber que decir. Absorbí su pena queriendo entender en plenitud este punto de vista que la vida me estaba mostrando. Le dije:

—Siento mucho que te sientas así. Es muy triste lo que te ha pasado.

—¿Qué sentido le verías tú a la vida en mi lugar? ¿Para qué vivir?

—No sé si la vida tiene algún sentido, supongo que ayudar a los demás y… —iba a añadir, disfrutar del amor de las personas que están a nuestro alrededor—, no sé que más se puede hacer en la vida que ayudar a los demás. Por lo menos a mí me funciona. Si al menos puedo ayudar a alguien mi vida tiene algo de sentido.

—¿Qué quieres que haga yo? Si no puedo ni limpiarme el culo. No puedo caminar, me mandaran a una casa de salud, minusválido, no, no tiene sentido seguir así. Me queda poco.

Al concluir aquel día, me hice una promesa: visitarlo en mis días libres. No la cumplí. Si bien es cierto que quiero ayudar a cada persona que se cruce por mi vida, hay un límite, sobre todo en el trabajo. El límite distingue entre ayudar o querer rescatar a alguien de su vida, una tarea que tan solo ellos mismos pueden hacer. Quería ser su salvador. Quería darle lo que necesitara para que superara la depresión y volviera a vivir. Pero no me atreví. Tenía que protegerme, emocional y físicamente. No le conocía como persona y no estaba dispuesto a asumir el riesgo. Mi mirada volvió a posarse en la cama vacía y me pregunté si aún seguiría vivo. Una pregunta surgió en mi mente, una pregunta que quedará sin respuesta por el resto de mi vida: ¿Qué hubiera ocurrido si me hubiera arriesgado?

En la cama contigua estaba Robert, tumbado. A sus cuarenta largos, se movía, caminaba y hablaba con una aparente normalidad, aunque su lentitud motriz y la cicatriz en su cabeza contaban una historia diferente. Sobrevivió a un derrame cerebral. Me contó que la noche del derrame estaba en el pub. De regreso a casa pasó por el supermercado y compró un par de cervezas. Llegó a su casa, puso las cervezas en la nevera y después tan solo había vacío hasta que se despertó en el hospital. Le daban de alta el viernes. Le pregunté:

—¿Qué es lo que más ganas tienes de hacer?

—Nada en especial —contestó.

—Habrá algo que eches de menos, un paseo por la playa o por la naturaleza. Tanto tiempo metido en el hospital ha de ser un agobio.

—No te creas, me gusta la rutina que hay aquí. Más que nada quiero ver que tal estoy. Llegar a casa y ver que tal me sienta la cerveza. Vivir un día, después otro, e ir viendo. Era una persona muy activa. Me encantaba pasear y hacer senderismo, pero ahora, no sé que es lo que quiero, bueno, si, vivir momento a momento y ver que tal estoy. Me da miedo irme solo. ¿Y si me vuelve a pasar lo mismo en medio de un bosque?  —Le miré en silencio, sin saber que decir. Me preguntó:

—¿Qué vas a hacer en tus días libres?

—Descansar —contesté—. Estoy agotado, noto como el estómago se me tensa, duermo peor. El estrés, mi viejo amigo, siempre me está tocando la puerta.

—Ya, te entiendo. Yo también sé de estrés. Trabajaba cincuenta y cuatro horas a la semana, a tope y ¿para qué? Cuántas horas desperdiciadas. Cuando vuelva a casa, me voy a tomar la vida de otra manera.

—No te queda otra.

—No, pero tengo suerte, estoy vivo. Podría haberse terminado todo y ¿para qué? Tengo una segunda oportunidad —dijo sonriendo.

—Bueno, si no te veo antes de que te vayas, suerte en tu nueva vida.

—Gracias, y que te vaya bien a ti también.

Denzel se despertó confundido. Me dijo:

—¿Dónde está el didgeridoo?

Pensé que se refería al mando de la tele. Geoff estaba escuchando música en su silla de ruedas mirando las paredes, así que le dije que no sabía donde estaba.

—No es el mando, el didgeridoo, ¿dónde está?

—¿Quieres escuchar didgeridoo? —Pregunté confundido.

—Sí —contestó.

Navegué por Youtube en busca de las melodías ancestrales de Australia. Los sonidos caleidoscópicos comenzaron acompañados por la imagen estática de Uluru; una montaña monolito anaranjada, rodeada de vegetación desértica verde amarillenta y un cielo azul impactante. Denzel cautivado, observó la foto antes de sucumbir al sueño, arrullado por las armonías que no eran ni sosegadas ni monótonas.

Otro momento de tranquilidad. Disfruté de los ritmos inesperados, sintiendo el entorno, consciente de mi respiración y cada parte de mi ser. Mi atención fluctuaba bailando con la música del didgeridoo, encontrando su diana cada vez que miraba la imagen de Uluru. En un instante, algo inusual sucedió. Las vibraciones del didgeridoo vaciaron mi mente por completo. Todo lo que sucedía a mi alrededor se fundió en una sola percepción, lenta, plácida, profunda. La sensación de estar vivo se convirtió en un fluir sincronizado sin mi mente categorizando o dudando. Mis sentidos formaban parte del medio ambiente. Me sentí unido a mis compañeros —los pacientes, al edificio avejentado, a la luz filtrándose por la ventana y al didgeridoo. Era como estar en un acuario, con la decoración siseando de un lado a otro, los peces yendo y viniendo. El ‘yo’, que suelo considerar mío, se convirtió en el agua, notando cada movimiento. Denzel durmiendo. Geoff contemplando la pared, sumido en pensamientos, murmurando: —No, no sé, no sé—. Pasándose la mano por la cabeza. La cama vacía. Robert recostado, mirando por la ventana. Sin darme cuenta, me pregunté: ¿dónde estoy? ¿Dónde está mi ‘yo’? La pregunta me transformó en pez, dejé de ser el agua. Los límites de mi conciencia individual tomaron forma nuevamente. Una sensación de paz y gratitud se deslizó por mi cuerpo. Mi mente se convirtió en un haz de luz atravesando la claridad del océano. Los pensamientos fluyeron como un río primaveral, colmado por el agua del deshielo. El hospital es un purgatorio para aquellos que podrían haber terminado en la bolsa negra de plástico. Renacen en un útero clínico en el que vuelven a aprender quienes son. El tiempo desaparece y no tienen otra opción que reflexionar y enfrentarse a sí mismos. Abandonan el útero siendo personas distintas. El sufrimiento de no ser la persona que fueron, tiene el poder de hacerles sentir que el camino que surcan lleva al infierno. Un infierno que no han elegido, en el que las circunstancias externas dictan sus vidas. Otros pacientes eligen ver otros caminos… Mis pensamientos fueron interrumpidos por el torbellino de la realidad. Un paciente con su casco, acompañado de una enfermera, cruzó hacia el baño enfrente nuestra. Denzel despertó. Mi turno de cuidado concluyó. Llegó mi relevo.

Observé a Geoff, su cabeza oscilaba recorriendo la pared. La curiosidad me llevó a preguntarle:

—Te veo mirando la pared de un lado al otro, murmurando. ¿Qué te preocupa?

Sus ojos se encontraron con los míos, mostrando una complejidad emocional entre melancolía y júbilo. Una sonrisa se dibujó en su rostro antes de preguntarme:

—¿De veras quieres saberlo?

Asentí, devolviéndole la sonrisa. Se volvió hacia la pared, tocó su barbilla con la mano, bajo la vista al suelo y volviendo a clavar sus ojos en los míos, me dijo:

—La vida es preciosa, me pregunto cuanto me queda.

Damien Melhem Quesada

2 comentarios sobre “Uluru

  1. Querido Demian,

    ¡Cuánto disfruté tu escrito!

    Aprendemos a valorar la vida en la adversidad o cuando experimentamos la pérdida de un ser querido.

    En nuestra juventud nunca nos planteamos nuestra finitud, pero está a la vuelta de la esquina.

    Cada día es un regalo, y lo es más para aquellos que son conscientes de la importancia de estar “presentes” cada minuto, porque la vida es preciosa cada minuto.

    Tu relato también me hace reflexionar sobre la resiliencia que no todos poseen, y sobre el gran amor y la dedicación de aquellos que cuidan a quiénes en algunos casos, nadie cuida, por su incapacidad para relacionarse con el dolor o para enfrentar sus propios miedos.

    La conexión con la naturaleza sigue siendo el mayor motivador de eso inexplicable que se aloja en nuestro cerebro que nos lleva a crear y traspasar límites impensados, y tal vez la mejor cura para el alma.

    ¡Gracias!

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