Mar de Barro

Demian Melhem Quesada 16/05/2018

Ella.
Las últimas palabras del cuento no llegan a los oídos de Alex. Entre las sabanas, abrazado a su osito, su madre le arropa con la manta. Tan solo el perfil de su rostro sobresale y la mitad de su compañero de peluche. Ella sonríe satisfecha al ver la ternura inocente de su hijo que parece inmune a las dificultades que cada día se presentan. Sale de la habitación del fondo cerrando la puerta, hacia el pasillo. A la derecha queda su habitación y en frente de esta, el baño. Se dirige hacia el fondo, pasando por la puerta de entrada a la derecha y las puertas correderas que dan al salón a la izquierda. Enciende la luz de la cocina que tintinea sin parar, con periodos cortos y largos, aleatorios. Abre la alacena en donde guarda las bebidas, sabiendo que no va a encontrar la botella de vino tinto. Sólo hay una botella de vodka. Se sirve un vaso de agua. Apaga la luz. Mira a la puerta de entrada, preocupada. El pestillo no está puesto. En el perchero falta un abrigo. Enciende la luz de la mesa que se encuentra al lado del sofá. Apaga la penetrante luz del techo. Hábitos antiguos que perduran. La luz de la cocina le molestaba aún más pero se ha dado por vencida. Sabe que ni ella ni él la van a arreglar. Se hunde en el sofá de tres plazas cubierto por dos telas, que huele al polvo acumulado en su interior año tras año.
Enciende la tele que le regaló su madre. Pone el Netflix del novio de su madre. Madmen comienza. Ve tres capítulos. Mira la hora. La una. Tiene que despertarse a las siete y media para preparar a Alex y llevarlo al colegio. Vuelve la cabeza hacia la puerta de entrada como si un milagro fuera a suceder. Son los vecinos. Un capítulo más. Despierta en los títulos de crédito, dos capítulos después. Se levanta dormida tocándose la frente. Llega hasta la puerta de entrada. Suspira. Va al servicio tropezando con una tesela de madera despegada del parqué. Se le cierran los ojos mientras orina. Se pone de pie, en frente del lavabo, él único lugar en que puede estar de pie en el minúsculo espacio. Se mira en el espejo. Sus cabellos negros muestran algunas raíces grises. Sus ojos negros están hundidos por las bolsas que le caen. Intenta estirarse el rostro, como si estuviera haciéndose un lifting. Se ríe. Sabe que ya no es joven y que no podría estar peor que con la cara de dormida que tiene y el camisón amarillo desgastado. En la cama, sus ojos miran al pasillo con la luz encendida, hasta que se cierran.

Una llave intenta abrir la puerta. Choca y araña la cerradura. La manilla isube y baja. Marta despierta. Camina dando tumbos hacia la entrada. Abre la puerta. Su marido le cae encima. En el suelo, él le dice en ruso:
—Marta, moya lyubov’ —le acaricia el rostro.
—Levántate Yulian, venga.
Ella le lleva hasta el sofá y le trae un vaso de agua. Le dice:
—Bebe, bebe, que lo necesitas.
Le vienen arcadas. Marta sale disparada hacia la cocina. Coge el balde rojo y lo pone entre las piernas de él. Vuelve a la cocina. Abre la nevera. Saca unos hielos y los envuelve en un repasador.
—Déjame que te ponga esto en la nuca, te hará bien.
—Tur, tur, todo gira.
—¿Quieres ver la tele, a ver si se te pasa?
—Da, da, Rossiya, Rossiya, mi Rusia.
Ella saca el DVD de la caja que está encima del reproductor y lo pone antes de irse a la cama.

Por la mañana, Marta envuelve en papel plata el sándwich de su hijo.
—¿De qué es mamá?
—De pate.
—¿Otra vez? ¿Cuándo me va a tocar el de mortadela y queso?
—Esta tarde compraré queso y así mañana lo tendrás. ¿Te parece bien?
—Sí, pero que sea de verdad, siempre dices lo mismo.
—Bueno Alex, tienes que entender que mamá a veces no tiene tiempo de ir a la compra. Pero mañana lo comerás seguro. Venga átate las zapatillas, que vamos a llegar tarde.
Alex se ata las zapatillas y se dispone a abrir las puertas correderas del salón.
—No Alex, tu padre está descansando.
—¿Ya volvió papá? Que bien, quiero darle un beso.
—Sí, ya volvió, pero le duele el estómago. No hagas ruido que se va a despertar.
—Quiero darle un beso, quiero darle un beso. Así se pondrá mejor.
—Papá ya se pondrá bien. Va a ir a ver el doctor. No te preocupes. Venga, vamos que llegamos tarde.
—No. Quiero darle un beso, lo necesita.
—Alex, hazme caso. Nos tenemos que ir.
—No, quiero darle un beso de sana, sana.
—Hagamos un trato. Después del médico le digo a papá que te vaya a buscar al cole. ¿Te parece bien?
—Sí, sí, guay —se dispone a salir. Vuelve la cabeza hacia las puertas correderas—. ¿Pero vendrá de verdad? Siempre dice que va a venir a buscarme y solo vienes tú. Quiero que venga mi papá.
—Sí, no te preocupes, irá seguro.

Marta vuelve al apartamento. Abre las puertas correderas del salón. Ve a su marido tirado en el suelo, al lado de un vomito que mancha la réplica del cuadro de Alexei Savrasov, Rasputitsa, atravesado por su brazo. Limpia el suelo. Pone en posición fetal a su marido. Recoge el cuadro del paisaje nevado y lo tira a la basura.

Yulian despierta al medio día. Va a la cocina. Marta está poniendo la ropa a lavar. Ella le dice:
—Justo a tiempo. Dame esas ropas de borracho, que apestan.
Yulian se quita la ropa y se la da, quedando desnudo. Ella le mira de reojo mientras él abre la alacena.
—Ah no Yulian Popov, más vodka no —le quita la botella.
—Dame el vodka mujer, lo necesito, me duele la cabeza.
—Agua Yulian. Si quieres te hago un tilo, nada de alcohol.
—Vodka, he dicho.
—¿Por qué no puedes ser un hombre normal que se toma una aspirina para el dolor de cabeza? Vodka, vodka, vodka, parece que es lo único que sabes decir.
—Dámela. Sabes que es lo mejor. Tan solo un vaso, una ducha y ya estaré como nuevo.
—No Yulian. Llegas día sí día no borracho. Vuelves a las mismas de antes Yulian Popov. ¿De dónde sacas el dinero? Porque aquí no llega ni un céntimo. Llevas dos meses sin aportar nada.
—Mis amigos, zhenshchina. Me invitan.
—¿Tus amigos? —Deja la botella en la repisa para gesticular con ambos brazos, enfurecida— ¿Qué clase de amigos son, que te quieren emborrachar cada vez que te ven? Si fueran amigos de verdad te darían dinero para alimentar a tu familia, o un trabajo, eso sí que te hace falta, un trabajo.
—Zhenshchina, no grites, me duele la cabeza. Trabaja tú si tanto quieres, yo estoy cansado —coge la botella de la repisa.
—¿Yo? Esto es el colmo. Dejé mi trabajo porque me dijiste que no hacía falta. Me dijiste que Alex me necesitaba, y ahora, ¿y ahora quién va a cuidar de Alex y de la casa? Porque apenas se te ve el pelo. Tu hijo te echa de menos.
—Ya, ya déjame tranquilo mujer que no me encuentro bien.
Se dispone a servirse, pero ella le quita el vaso.
—Dámelo Marta. Dámelo ahora, respeta a tu marido.
—No Yulian, ya basta de refugiarte en el alcohol.
—Son malos tiempos mujer, que quieres que haga.
—¿Malos tiempos? Eres un desgraciado Yulian Popov. Búscate un trabajo que te paguen nomina, algo, lo que sea, así podrás cobrar el paro y jubilarte. No sé a donde vamos contigo. Eres un inútil.
—Lo he intentado zhenshchina. No me hables así, respeta a tu marido.
Ella le quita la botella de las manos. Él agarra a su mujer de los brazos enfurecido, con los ojos ensangrentados. Le quita la botella y la empuja contra la pared. Ella cae al suelo. Él la observa unos segundos sin entender del todo lo que ha pasado. Ella está herida, agarrándose los brazos, llorando en una esquina. Él se sirve un vaso lleno. Lo bebe de un trago. Se viste y se va de la casa.

El domingo van a comer al medio día a la casa del novio de la madre. En la mesa, la madre le pregunta:
—¿Qué tal está Yulian?
—Bien, hoy está ocupado haciendo sus chapuzas.
—Sí, seguro —dice el novio de la madre.
—Sí, así es, aunque no lo creas —contesta enfadada.
—¿Chapuzas? —Pregunta el novio—. Sí que…
—Adolfo —interrumpe la madre— el niño está presente. Alex, ¿qué tal el cole?

Marta ayuda a recoger los platos a su madre. En la cocina le pregunta:
—Mamá, ¿tienes algo de dinero que prestarme?
—Sí hija, claro. ¿Cuánto necesitas?
—Lo que puedas, este mes no llegamos.
—Espera un momento, voy a ver cuánto tengo.
La madre abre un tarro de galletas. Saca sesenta euros en billetes de veinte y se los da.
—Si necesitas algo más, dímelo y la semana que viene lo tendré.
—Gracias mamá, con esto valdrá de momento. Ya te lo devolveré.
—Lo sé. Tranquila hija, no te preocupes.

El Lunes por la tarde, mientras Alex juega al futbol, Marta se reúne con sus mejores amigas en la cafetería Gaveta.
—Al fin nos vemos Martita —dice Alicia—. Ya ni te vemos el pelo.
—Tengo mucho que hacer últimamente.
—¿Has vuelto a trabajar? —Pregunta Consuelo.
—No, pero las cosas no van bien en casa.
—Uhiii, no me digas. ¿Ha vuelto a la bebida?
—No, no es eso.
—Yo no sabría que hacer con un hombre así. Un día te ama, al siguiente no aparece. ¿Por qué no te buscas a uno mejor? Aun eres joven, tienes el culo firme y las tetas a buena altura —las amigas se ríen, ella sonríe.
—No digas tonterías —dice Alicia.
—Es el padre de mi hijo y le quiero. Solo es una mala racha, ya pasará.
—¿Le tiene alergia al trabajo fijo o que le pasa? —Pregunta Consuelo—. Estar ocupado le vendría bien. Ganar unos dinerillos y vivir. Unas vacaciones y bueno, pero el trabajo es lo primero.
—La semana pasado fue a una entrevista, pero…
—¿Cómo sabes que fue? A lo mejor es todo mentira.
—No digas esas cosas Consuelo —dice Alicia—. Desde luego, que mal pensada eres.
—Los rusos no son de fiar —contesta Consuelo.
—No sé qué hacer. Ya no puedo pedirle más dinero a mi madre.
—Mi vecina está buscando a alguien para que le limpie la casa —dice Alicia—. Si estás interesada le doy tu número.
Llega la camarera. Toma la orden. Marta continúa:
—No se Alicia, no sé, a lo mejor. Algo tengo que hacer.
—Mira que dejar el trabajo —dice Consuelo—. Una mujer no puede perder su independencia. ¿Qué vas a hacer cuando seas vieja y te cambien por una nueva, más joven?
—Consuelo —dice Alicia con voz autoritativa.
—Sí, fue un error, no tendría que haberlo dejado, me confié. Todo parecía ir tan bien. Pero ahora, ya no puedo más. Alex lleva un mes comiendo pate. Y cenamos todos los días arroz o pasta con salchichas. Con eso que han dicho en la tele de la carne procesada, no tiene que ser sano para mi hijo.
—Ay hija, ¿tan mal está la cosa? —Pregunta Alicia— ¿Quieres que te preste algo de dinero?
Marta se pone a llorar. Alicia le da un clínex.
—Gracias —dice Marta.
Alicia deja su mano reposando en la de su amiga, dándole fuerzas. La miran con pena.
—Perdonadme. Que papelón. No quería que esto fuera así. Sólo quería un momento de tranquilidad con mis amigas, pero…
—No te preocupes. Para eso estamos las amigas, para apoyarnos —Dice Alicia.
—Vete a vivir con tú madre —dice Consuelo— y pide alguna ayuda del estado. Seguro que hay algo de dinerillo para madres solteras con maridos alcohólicos perdidos.
—Consuelo —dice Alicia—, mira que eres mala. Deja de echar leña al fuego, ¿no ves cómo está?
—No sé, quizás tengas razón Consuelo, pero ¿criar a mi hijo sin su padre? No, eso sí que no. No le puedo hacer eso a mí adorado del alma. Yulian ya encontrará algo. Es tan solo una mala racha, ya veréis. ¿Vosotras os acordáis de él, cuando era todo un galán? Se comía el mundo.
—Hasta que se cruzó el vodka Marta —dice Consuelo—. ¿Cuándo te vas a dar cuenta? Ese hombre no es bueno para ti ni para tu hijo.
—Déjala en paz Consuelo —dice Alicia clavando sus ojos en Consuelo—. Es el padre de su hijo —vuelve la mirada de pena hacia Marta—. Tienes razón. No pierdas la fe. Reza Martita. Dios te ayudará, ya verás.
La camarera trae los cafés. Las amigas intentan animar a Marta con historias graciosas de las cosas que les han pasado. Tocando lo malo con humor y omitiendo los mejores momentos.

A la mañana siguiente, Marta vuelve del colegio de su hijo. De camino se encuentra a su marido durmiendo en un banco.
—Despierta Yulian. Despierta que te van a ver los vecinos.
Él abre los ojos y dice:
—Moya lyubov’.
Le ayuda a levantarse. Caminan hacia el apartamento. Ella le carga como si fuera un herido de combate asistido por una enfermera. Él delira pronunciando palabras en ruso y en castellano, como si estuviera hablando con un ser invisible, refiriéndose de vez en cuando a su amada, moya lyubov’.

En el apartamento, ella le mete en la ducha de agua fría. Él grita y le dice que ya puede él solo. Sale de la ducha desnudo. Camina por el corredor mojando el suelo, hasta llegar a la alacena.
—Marta, ¿dónde está el vodka?
—Ya no queda. Te lo has bebido todo.
—Zhenshchina, mujer, no mientas. Lo compré ayer o antes de ayer, no me acuerdo, pero aún quedaba.
—Comida Yulian, comida es lo que hace falta en la casa, no vodka.
—Marta, el vodka, ¿dónde está?
—Lo he tirado Yulian, ya no…
—¿Lo has tirado? ¿Quién te crees tú para tirar mi vodka? Soy tu marido, lo compre con mi dinero. ¿Y ahora qué voy a hacer? Tienes que reponerlo, tienes que reponerlo zhenshchina. Dame diez euros o lo que tengas.
—Esto es el colmo, el colmo —dice gritando—. Eres un desgraciado. ¿Cómo te atreves a venir a pedirme dinero? No vales para nada. Tendría que haberte dejado hace tiempo. Ruso inútil, tanto cuerpo, y ¿para qué?, ¿para qué? No vales para nada.
—Zhenshchina calla, calla mujer que me estás sacando de quicio. Ya no puedo más de vivir aquí contigo, diciéndome que es lo que tengo que hacer con mi vida, presionándome todo el tiempo. Si vivo en este país de mierda es por ti y por mi hijo. Si pudiera me iría a Moskva y te dejaría aquí sola. Como te dejó tu padre. ¿Es eso lo que quieres?
Ella se sienta en el sofá y le dice entre lágrimas:
—Eres un hombre Yulian. Apechuga con tus responsabilidades y deja de soñar con tu país. Tienes responsabilidades, tienes un hijo, y yo soy tu mujer y te tengo que mantener, es el colmo. Soy yo quien ha pagado estos últimos meses las cuentas de la casa, la comida, todo, mientras tú te emborrachas.
Él se dirige a la entrada en donde el bolso de Marta cuelga del perchero. Marta se levanta del sofá, histérica. Los dos tiran del bolso entre gritos hasta que él le da un bofetón. Ella cae al suelo llorando. Él la mira confundido con el bolso en la mano. Le dice:
—¿Ves lo que pasa cuando te pones pesada?
Ella contesta entre lágrimas:
—Toma el dinero y vete, vete de aquí borracho inútil.

Esa misma tarde, Alex sale del colegio y se encuentra con una sorpresa, su padre. Marta sonríe al verle. Alex corre a los brazos de su papá.
—Hoy vamos a ir al parque a jugar —saca un regalo de la bolsa—. Toma, te he comprado una pelota.
—Gracias papá, te quiero, te quiero.
—Yo también te quiero hijo.

En el parque, ella se sienta en un banco. Ve jugar a padre e hijo con una sonrisa.

Él.
Unos días antes, en el salón, Yulian le muestra a su hijo fotos antiguas. Los dos parecen la misma persona viajando en el tiempo. Ambos con la frente ancha, pelo castaño, ojos marrones hundidos, nariz fuerte, rostro rectangular y orejas pequeñas. Lo único que tiene de la madre es la boca de labios regordetes.
—¿Y esta foto con mamá, en dónde es? —Pregunta Alex.
—En el Teatro Real, moya malen’key. ¿Te acuerdas que fuimos el año pasado?
—Sí, sí, ya me acuerdo.
—Allí es donde conocí a tu madre. En una obra de Chéjov.
—¿Quién es Yejov? —El padre sonríe.
—Chejov. Un gran escritor ruso. Cuando seas mayor te prestaré sus libros.
—Mamá era muy guapa —el padre ríe.
—Sí, sí que lo era, aunque algo le queda.
—¿Ella era tan buena bailarina como tú?
—No, yo era el mejor bailarín por aquellos tiempos. Gané varios premios. Me conocían en todo el mundo. Los buenos tiempos, moya malen’key.
—Yo quiero ser un bailarín como tú y viajar y conocer el mundo.
—Es mejor estudiar moya malen’key.
—No quiero estudiar, el colegio es aburridísimo. Odio despertarme temprano y las matemáticas y los deberes, es muy aburrido y difícil.
—Ser bailarín profesional es aún más difícil que ir al colegio. Requiere de mucha disciplina.
—¿Qué es disciplina?
—¿Disciplina, malen’key? Como te lo explico…, ya sé, disciplina es hacer lo que es bueno aun cuando no tienes ganas o aun estando cansado. Como cuando vas al cole cada mañana, lo haces porque es bueno aunque no quieras.
—Si pudiera no iría, pero mamá me obliga —el padre sonríe.
—Ya veo, entonces es como cuando vas a jugar al futbol, pero no tienes ganas, pero sabes que tienes que ir porque es bueno —el hijo pone cara de duda, dispuesto a argumentarle lo contrarío a su padre—, o algo así, ya lo entenderás con el tiempo. Entrenar requiere de mucha disciplina y si quieres ser bueno en algo, tienes que entrenar cada día. Pero eso es lo bueno también moya malen’key. Estar concentrado, mejorando cada día, viviendo con intensidad, con un propósito definido, apreciado por todo el mundo, pero dura poco, demasiado poco y es muy competitivo. Es mejor estudiar moya malen’key.
—Me da igual que dure poco, el colegio es aburrido. Yo quiero ser un bailarín como tú, entrenar y tener disciplina. Ir al Teatro Real de Madrid, al Teatro Real de Moscú y de Francia. Ser el más alto y grande de los bailarines, como tú.
El padre ríe y le pregunta:
—¿Te acuerdas cómo me llamaban?
—Sí, sí, el Gran Loskov.
—No, casi. El Gran Vostok, en honor a la nave espacial en la que viajo el primer hombre por el espacio. ¿Te acuerdas cómo se llamaba?
—¿Gagarin?
—Sí, muy bien Yuri Gagarin. Me decían que era tan alto que alcanzaba a las estrellas en donde Yuri Gagarin me esperaba con su nave espacial. Aquellos sí que fueron buenos tiempos. Pero volverán Alex. La semana que viene voy a unas pruebas. El Gran Vostok volverá a su gloria.
—Sí y ¿me llevarás de viaje contigo? No quiero que te vallas, hace mucho que no jugamos.
—No te preocupes mi gran Alex, pronto estarás orgulloso de tu padre. Volveré a ser portada de las revistas culturales. El Gran Vostok resurge de las cenizas.

En el salón, Marta le arregla el cuello de la camisa a su marido.
—Seguro que lo conseguirás Yulian —dice ella—. Has estado entrenando cada día, hasta te brilla el cutis. Vuelves a ser El Gran Vostok. Aunque para mí siempre lo has seguido siendo moy lyubov’ —se pone de puntillas y le da un beso en los labios.
—Esta vez tiene que ser. Ya me veo como el profesor Woland —dice mirando al cuadro nevado de Alexei Savrasov.

Después de la audición, Yulian acude cabizbajo al bar ruso de siempre, el Kvass. En lo único que se diferencia del típico bar madrileño es en la selección de vodkas, las tapas y las fotos de Rusia que cuelgan en las paredes. Por lo demás, todo es igual; la televisión entreteniendo a los clientes, las servilletas de papel acumuladas entre los taburetes, a lo largo de la barra, la máquina de tabaco y los baños sucios y dejados.
—El Gran Vostok llegó —grita uno de sus amigos—. ¿Qué tal fue?
—Net, net. Nichego khoroshego, Yegor. No creo que me lo den. El director era un maricón remilgado.
—Vamos Yulian, si tienes más amigos gais que canas. No digas tonterías.
—Sí Yegor, lo sé, o los tenía, pero este era uno de esos raros con una vara en el ojete. Creo que no le caí bien. Además la obra es una farsa. ¿Cómo van a representar Al Maestro y Margarita sin nuestra gente? Sólo había españoles imaginándose tan buenos y guapos como nosotros.
Iosif, el dueño del bar, amigo de Yulian se acerca y dice:
—Nada que no se solucione con vodka.
Pone tres chupitos dobles. Los tres hombres levantan los brazos con el vodka diciendo:
—Tvajó zdaróvye.

Unos días más tarde en el Kvass.
—Yulian, sabía que tú estás aquí—dice un hombre fornido, de cabello rubio rapado y rostro de facciones comprimidas.
—Polaco, se te ve bien, pareces hasta ruso, aunque no tanto —se ríen.
—¿Un vodka?
—¿Qué clase de pregunta es esa? Que sea doble —el polaco ríe.
—Iosif, dos dobles, de Debowa, no quiero la imitación rusa.
—No has cambiado, sigues provocando al viejo Iosif.
—Ah, si él sabe. El vodka polaco es el mejor.
—Aquí tienes, mudak —dice Iosef. El polaco le guiña el ojo.
Los amigos levantan sus dobles y dice en polaco:
—Twoje zdrowie.
—¿Aun en Madrid? —Pregunta Yulian— ¿Tú no escapar?
—Net, net. Ya sabes, la familia. Me atrapó una española.
—Bien atrapado para tú quedar con los españoles.
—Tengo un hijo Emil, que quieres que haga.
—Llévatelos a la tierra madre, a tu Rusia amada.
—Marta no quiere criar a Alex lejos de su familia. Además, le tiene miedo a Putin. Dice que dentro de poco será la tercera guerra mundial, que mejor estamos en España que no pinta nada. ¿Y tú? Tendrías que volver a Madrid, en nada os invadimos —se ríen.
—Nie, Nie. Allí muy bien. Bueno, sabes. Ser inmigrante chujowy, mierda, mierda.
—Sí, lo se polaco, pero es lo que hay. ¿Qué tal tu vida? ¿Qué tal por Polonia?
—Más feliz que siempre. Yo mejor allí que en la España. Mucho cambió todo. Conseguí trabajo en el teatro.
—¿Danza?
—No, escenarios, creando. Tú sabes, la danza, no ser bueno para mí.
—¿Qué dices Emil? Si eras bueno entrenando la mitad que los españoles. Lo malo eran las fiestas que te pegabas entre obra y obra.
—Nuestras fiestas viejo amigo. Pero, nie, nie Yulian, no más baile, mucho estrés. La gente le gusta, no le gusta, sonreír siempre, sonreír compañeros, director estúpido. No ser para mí, nie, nie. Soy viejo, quiero la madre de mis hijos.
—¿Tú polaco? No me hagas reír.
—Sí, sí. Ahora en Polonia, con dinero. ¿Qué más para hacer en la vida? España darme mucho, pero la vida termina.
—Muchas mujeres.
—Mucho alcohol. España ser muy buena, muy buena danza, muy buenas miujeres y fiesta, pero eso terminó. ¿Y tú cómo estás? ¿Volver a la danza?
—Net Emil. Estos españoles no saben nada de danza y, bueno, estoy un poco viejo.
—Viejo y borracho —dice entre risas.
—Y sí, borracho, es lo único que me queda. Echo de menos la intensidad de aquellos tiempos.
—Dar clases Yulian, dar clases o dirigir. Tu conocer todas las obras de teatro y danza. De Grecia a Rusia, Francia, Alemania y Inglaterra —Yulian sonríe—. Haz algo. Este país de sol y calor terrible es para hacer algo. ¿Aun… aun… aun echas un menos la nieve? Ah, no sé ni hablar aquí ya. Puto español —se ríe.
—Siempre. El calor de Madrid es inaguantable. Pero, es difícil polaco. Ahora más que nunca, cada día nos quieren menos. Te fuiste en un buen momento.
—Siempre ser un extraño en la España. Siempre ellos verte con miedo, así es, tú lo sabes.
—Sí, pero que se le va a hacer, tengo a mi familia.
—Tú el hijo español, Yulian, el hijo español. ¿Acuerdas cuando nosotros reímos de tener el hijo español? —Yulian contesta con una media sonrisa—. Llévalo a la Rusia. Tú no querer el hijo español que casarse con la española, tendrá los hijos y ya nunca volver a tú amada la Rusia. Llévatelo. Tú volver a la Rusia, la tierra madre.
—Volver sin dinero, sin nada, solo con un hijo, no se Yulian. No están tan mal los españoles, lleva tiempo adaptarse, pero ahora estoy tranquilo, son buena gente.
—Tú ahora español. Hablas como el español. Con el acento.
—Y sí, aprendí para ver si conseguía algo de actor.
—¿Y qué pasar?
—Nada, hay que conocer gente, tener contactos.
—Amigos, como siempre. Sin amigos españoles nada. ¿Alguno tienes?
—Un par.
—Mucha suerte. En mis años de España nunca tener el buen, buen amigo español, nunca. Amigos de fiesta, juerga, amigos de dinero, pero nunca el buen, buen amigo español. Rusos, Eslavos, incluso el griego, sí. No el español, nunca.
—Bueno, siempre echaste de menos Polonia. Comparando una cosa con la otra. Así no se consigue nada. Pero dime ¿qué haces aquí? ¿Qué has venido a hacer?
—Negocios Yulian, negocios. Unos buenos.
—Si vas de empresario pagas tú el vodka —ambos ríen.
—Sí claro, claro Yulian. ¿Quieres el trabajo?
—¿Con quién polaco? Mira que no me gusta la gente con la que tratabas.
—Si no necesitar el dinero, tú pagas la vodka —se vuelven a reír.
—Una ayuda no vendría mal, apenas me da para mantener a mi familia —Mira a la barra, levanta el brazo—. Iosif, dos dobles.

El documental de viajes de Rusia termina. Con la última nota Yulian abre los ojos. Se pregunta si estuvo en el suelo entre los brazos de su mujer. Recuerda acariciarla, el hielo en el cuello. Se sienta y observa el cuadro de Alexei Savrasov. Se levanta tambaleándose. Lo toma con sus manos, elevándolo hacia el techo. Llora añorando la tierra madre.
—Moya Rossiya, moya Rossiya.
Se marea. Tropieza con el cubo lleno de vómitos. Cae al suelo atravesando el cuadro de Alexei Savrasov con su brazo derecho. Vomita encima de la pintura rota y pierde la conciencia.

Al día siguiente de jugar con su hijo en el parque, Yulian se reúne con Emil. Entran en un bar de luz tenue, con la televisión a todo volumen retrasmitiendo un partido de futbol. Los borrachos locales están reunidos, en su mayoría polacos o de Europa del este. Baja por las escaleras que llevan al servicio. Entran al almacén. Al lado de la puerta del fondo hay un par de hombres sentados en una mesa. Ven al polaco y le preguntan:
—¿Quién es este?
—Tranquilo, es el ruso tan malo como tú. Olek quiere que él, quiere verle.
Se levanta. Golpea la puerta tres veces. Habré la puerta y chilla:
—Otwarte. Emil y uno.

Caminan por un pasillo corto, hasta llegar a otra puerta. Emil golpea tres veces. Olek les dice que pasen. Entran en una especie de oficina. En la pared del fondo, entre medias de dos estanterías con archivos, estatuas y medallas, hay una bandera de Polonia con la oz y el martillo en dorado. A la derecha hay una puerta cerrada. En la esquina hay una mesa en donde dos hombres rocosos con abrigos de cuero negro juegan a las cartas. Les miran serios, aunque parecen miradas de desprecio. En frente, delante de la bandera hay un hombre tan flaco y alto, que la espalda se le encorva hacia adelante. Parece como si le colgaran los brazos que caen sobre el despacho de madera oscura. El hombre de pelo canoso, ojos azules y arrugas marcadas, sentado en un sillón de color crema, le dice:
—Yulian Popov, el Velikiy Vostok. Privetstvennyy brat.
—Spasibo Alexandru.
—Aleksander, pronunciado por un ruso culto. Que bien suena. Pero aquí me piuedes llamar Olek. Al fin tiú atrieves a venir a verme. Sabía que este día llegaría. ¿Tie gustan las apuestas?
—No.
—Haces bien. Yo solo me giustan cuando mis clientes apuestan. Déjame vierte, acércate —Yulian se acerca al despacho—. Más cerca, ven, ryadom so mnoy—. Yulian queda enfrente de Olek, la cintura a la altura de su rostro. Le mira las piernas y las toca con sus dedos largos de articulaciones tan anchas que parecen tuercas. Le mira el paquete. Le agarra de las manos, grandes y fuertes. Se levanta, y le estruja los brazos. Le toca los hombros—. Eres un hombre imponente Yulian. Tiú puedes servir. Sientaros.
Ambos se sientan en los dos sillones marrones de cuero, en frente de la mesa. Olek continúa:
—Hay gente que jiuega y jiuega más dinero del que tiene, pero eso no importa. El dinero se consiguie con algo de esfuerzo y el esfuerzo requiere motivación. Tiú serás un buen apoyo para uno de mis chicos. ¿Estás interesado?
—¿Qué quieres que haga?
—Nada complicado. Acompaña a Kirill —Yulian mira a su derecha—. Él no estiá aquí ahora, ya te lo presentaré. Pon cara de duro y amenaza, con la mirada. Kirill hará el resto. Pero quizás la cosa vaya mal, pero el polaco dijo que sabes pilear. ¿Sí?
—En alguna pelea que otra he estado cuando trabajaba en discotecas, pero preferiría no hacerlo, tengo familia.
—Ese triabajo no es digno para el Velikiy Vostok. Estoy contento que hayas venido. Los rusos sois bienvenidos en mi hogar. Aquí con niosotros vas a estar mejor y los puños no son niecesarios, no siempre. Eso diepende de Kirill y de ti. El desgraciado diebe tres mil euros. No miucho, pero quiero mi dinero. Como es tu primer triabajo, y soy generoso, te daré el diez por ciento. ¿Qué te parece? Trescientos euros, una hora de triabajo y si vales, aquí hay triabajo siempre. Miejor que discoteca, ¿eh?

Antes de ir a su nuevo trabajo, Yulian pasa por el Kvass y se toma unos vodkas con Emil. El A6 negro que conduce Kirill le pasa a buscar. Dan una vuelta aclarando los planes. Estacionan esperando a su presa.
Saben que cierra la joyería a las ocho y que tiene su coche en el estacionamiento de la siguiente cuadra.
—Iese —dice Kirill señalando.
—Da.
El coche para detrás de él. Kirill abre la puerta. Agarra al transeúnte despistado por la espalda. Le da un puñetazo en el hígado y lo mete dentro del coche.
—¿Quiénes sois? —Pregunta con un acento francés.
—Amigos de amigo que diebes el dinero.
—Os habéis equivocado, no le debo dinero a nadie. Me están espe…
—Corso, saberemos quien ieres, y saberemos dionde tú vives. Vamos tu caso. Vamos ver que niosotros encontraro. ¿Alguna joya, dinero o joya y dinero? Te tienemos por los huevos.

Llegan a un soportal en Chamberí. Abren las puertas externas de madera del ascensor. Entran los tres. Cierran la puerta interna de hierro. El corso le da al último piso, el octavo. Insiste que no tiene nada de efectivo o joyas en su apartamento, que están perdiendo el tiempo. Kirill le pega un codazo en el estómago y le dice que calle. El corso abre la puerta de su apartamento. Kirill le pega una patada en el trasero. El corso cae al suelo.
—Cuida que él no se muevo —dice Kirill.
Kirill saca la pistola que tenía guardada en la espalda, a la altura de las lumbares. El corazón de Yulian se dispara. No esperaba ver un arma. Kirill recorre el apartamento de decoración lujosa de tonos negros y blancos, con algún elemento de plata y oro. No encuentra a nadie. Guarda la pistola sonriendo.
—Buen apartamento corso. Mi gusta.
Se acerca al equipo de música y dice:
—Todo de liujo corso, mi gusta. Mucha calidad. Pongamos algo que no molestar las vecinas. Veamos. Música clásica, aburrida, opera, aburrida, Rod Steward, Tina Turner. ¿Eres un hombre de los ochienta corso? Michale Jakson, Thriller, sí, mi parece bien ¿Tu qué crees Yulian? —Él contesta con un gesto de hombros. Kirill pone el vinilo de Thriller.
—Sujétale Yulian, vamos a calentar. ¿Dónde tienes la caja fuerta?
—No tengo nada —Kirill le golpea en los riñones.
—Joyas o dinero o joyas y dinero, tu elijes. Tres mil euros. O tú nos das o te arrianco la uña con las pinzas, una y diespués otra, diespués dedos, hasta que no piuedas tú hacer más pajas. Cuanto más tarde más caro es el intereso —le da otro puñetazo, esta vez en la boca del estómago. El corso cae al suelo.
—Espera, espera. Ya basta. Te daré lo que quieres.
Se agacha. Saca unos libros de la estantería y abre una caja fuerte. Yulian está detrás suyo. El corso se da la vuelta, aun de rodillas, con el dinero en la mano derecha. Kirill se acerca. El corso saca una pistola con la mano izquierda. Yulian se queda en blanco. El corso dispara a Kirill una vez en el estómago y otra en el pecho. Yulian reacciona. Agarra una estatua de cobre del busto de Pasquale Paoli. El corso se da la vuelta para disparar. Antes de que le dé tiempo le golpea en la cabeza. El corso cae al suelo. Yulian le sigue golpeando fuera de control. Recupera el aliento. Toma el dinero de la mano y se prepara para irse corriendo. Comienza el tema de Billie Jean. Se da la vuelta y vuelve a ver que hay en la caja fuerte. Encuentra una bolsa de papel llena de billetes de quinientos euros. Sale del apartamento cubriéndose la cabeza con un gorro de montaña, mirando al suelo, aun con el busto ensangrentado en la mano. Corre zigzagueando por las calles. Abre la tapadera naranja de un contenedor. Recoge los restos de una hamburguesa. Saca la servilleta llena de mayonesa y kétchup que hay debajo y limpia la estatua antes de dejarla. El corazón le sigue palpitando al galope. Se siente bien y no es capaz de entenderlo. La adrenalina y la intensidad del momento le hacen recordar aquellos tiempos en los que la vida era un hacer continuo, cuando era El Gran Vostok. Se alegra de estar vivo. Un movimiento en falso y podría haber sido él quien yaciera desangrado en el apartamento. Sonríe mientras camina y recuerda lo sucedido.

En la oficina de Olek:
—Aquí tienes los tres mil euros.
—¿Diónde está Kirill?
—Muerto.
—¿Muerto? ¿Por tres mil euros?
—El corso tenía una pistola.
—¿Y el corso? ¿De diónde sacó la pistola?
—No sé, creo que la llevaba encima. Está muerto también. Le golpee demasiado fuerte.
—¿El corso está muerto? Eso no es bueno Vostok, traerá problemas, pero tú vales Vostok, has sobrevivido. No entiendo. ¿Una pistola? Las cosas van a poner difíciles. ¿Tenía más dinero?
—No sé. Solo tomé lo que tenía en la mano y salí corriendo.
—¿Estás tú sieguro bailarín?
—Sí, solo quiero mi parte y ya. Esto no es para mí. Tengo una familia. No quiero acabar en la cárcel.
—Aquí muchos tienemos familia, que crees. No hagas de santo. Ahora estás en el otro lado. Tomaste la vida de un hombre. ¿Lo disfrutaste?
—Dame mi dinero y déjame ir.
—Muy bien Vostok, aquí tienes —dice sonriendo, poniendo su parte sobre la mesa—. Cuando te necesite vendrás, así son los niegocios ahora. Vendrás porque quieres mi ayuda.

Marta oye a su marido llegar a casa. Se acuesta a su lado oliendo a alcohol. Él no puede dormir. Dos horas más tarde se marcha dándole un beso a su hijo mientras duerme. Marta se despierta y ve cinco mil euros en la mesa.

Yulian va al aeropuerto. Compra un billete para Moscu que sale en seis horas. Mientras hace la cola para pasar al control policial, ve a una niña despidiéndose de su padre y se acuerda de Marta y su hijo. Pasa por el control esperando sentirse libre, pero la boca del estómago se le tensa haciéndole sentir incómodo. Se sienta. Mira su anillo de boda. Suspira. Sonríe a medias. Se lo quita. Va a tomarse una cerveza. La imagen de su familia es más poderosa que la imagen de Rusia. Va a pagar y ve la foto de su hijo en la billetera. Las lágrimas intentan salir. Una se escapa. Las demás son contenidas por sus dedos que presionan sus ojos. Toma tres cervezas más, echando miradas a una mesa con cuatro mujeres jóvenes. Una de ellas le mira. Él sonríe. Las mujeres se levantan y se van. Ve a un padre con su hijo comiendo en la mesa de al lado. Viene la madre. Se sienta junto a ellos. Otra media sonrisa se dibuja en su rostro. Nuevas lágrimas intentan salir. Se tapa la cara. Mira sus manos y dice:
—Sooka, zhopa. Polnyi pizdets.
Saca el anillo del bolsillo, lo mira. Se ríe de si mismo. Se lo pone y vuelve.

Una calle antes de llegar a su casa, aparecen tres tipos que le dan una paliza. Caminan cargándole de los hombros hasta llegar a un coche. Se pone en marcha y le preguntan:
—¿Dónde está el dinero?
—¿Qué dinero?
—No te hagas el tonto. Aleksander dijo que estuviste allí.
—No se de que hablas.
—El dinero del corso, no era suyo. Es nuestro. Nos pertenece.
—No se de que dinero… —Le golpea en la cabeza hasta dejarlo inconsciente y le registran. Le abofetea y le despierta.
—Faltan cinco mil quinientos euros. ¿Dónde están?
—No los tengo.
—No tienes ni idea de con quien estás hablando. Sabemos donde vives, sabemos que tienes una familia. ¿Si quieres volver a verlos danos el dinero?
—Está bien, os lo daré, dadme un día y os lo doy.
—Mañana, misma hora, en la puerta de tu casa.
El coche se mete por una calle lateral y se detiene. Le empujan afuera.

Yulian sale del ascensor tocándose las costillas, por encima del hígado. Entra en su casa. Marta se acerca con los ojos rojos de haber llorado. Le dice desde el pasillo:
—¿Dónde has estado? Pensé que no ibas a volver.
—Papá —se oye desde la habitación.
—Dios mío, ¿qué te ha pasado? Alex, ven Alex, papá esta malo, ya le verás luego —dice dándose la vuelta y tapándole el camino a su hijo.
—Quiero ver a papá.
—Ahora no Alex, papá está malo. Deja que descanse un poco.
—No, quiero verle ahora.
—Basta ya Alex Popov. Haz lo que te digo o te quedas sin fútbol. Vamos, a la habitación, ya verás a papá luego.
—Joooo…
Marta le trae un vaso de agua a su marido.
—Vodka, ahora sí que lo necesito, moya lyubov’ —se limpia la sangre del labio inferior. Ella le quita el abrigo.
—¿De dónde sacaste ese dinero?
—El dinero, lo necesito.
—¿Todo? Ya no queda casi.
—Qué dices mujer, si no lo devuelvo estaré en problemas.
—¿En qué lio te has metido Yulian?
—El dinero Marta, ¿Dónde está?
—Lo usé para pagar las cuentas atrasadas y le iba a devolver el dinero a mi madre y mira por fin tenemos la nevera llena. He comprado para hacer tu comida preferida, carne a la stroganoff. Incluso te he comprado vodka. Déjame que te traiga un vaso.
Ella le trae un vaso lleno que Yulian lo bebe de un trago. Ella le limpia la sangre, le acaricia y le dice:
—Estoy tan contenta de verte, pensaba que… bueno, estás aquí. ¿Y ahora que vamos a hacer?
—Dame lo que quede, ya me encargaré de conseguir el resto. He encontrado un buen trabajo.

Demian Melhem Quesada

Certainty

—One clean shot, and this will all be over, Covash hears himself saying.

Aiming his rifle into the distance and caressing the cold trigger that marks the end of the road, one might think that Covash is in a position of security and control. After all, he is the one who will make the final decision. But he is aware that his end is also drawing nearer. The days full of intensity and expectation are about to draw to a close. One shot, an escape, and he’ll be imprisoned by everyday life once again.

―Tuckshhhhhhh…―. The unerring shot that ushers in the end of all that is certain for Covash. The escape sets his heart racing, sending signals to his body, which roars with calculated intensity.

A few seconds later, he leaves the roof door behind and goes down to the eighth floor, to a waiting apartment. It sits there empty, for sale at an excessive price and redesigned as a perfect hideaway. Quickly moving the tiled wall in the bathroom, Covash goes back to where he came from, to his mental prison. Hidden behind the false partition, he’ll spend as many days there as necessary. In this small, dark room he has water, food, a torch, two books and a place to dispose of his personal waste. The only people who knew about the room were the men from the construction company, Bicomagnus, who built it. Sadly, they had died quite suddenly of food poisoning, eating langoustines one evening to celebrate the victory of their local football team. The Coalition knew too, of course. They had gone to great lengths to make what was an international incident look like the work of Islamic extremists.

Opening the book again on page 29, Covash reads:
“We can achieve nothing that will transcend the fatal game of appearances.”
He hears laughter in his head, along with thoughts that murmur:
—Camus, I wish I was a writer, so that the meaning of my life could be directed by a pen―.

After a few minutes, voices are heard entering the house next door, questioning, taking it all in, making threats.
Crash! The door to Covash’s apartment finally gives way. The police run in, shouting as they enter.
Covash listens with curiosity, knowing that he won’t be found. Even so, something inside him can’t help imagining breaking through the cavity wall and butchering the unsuspecting policemen. How entirely unprepared they would be for the bloodthirsty beast. But he is locked behind the bars of his own cowardice.

—Why am I unable to choose when I die? ―. Covash’s mind questions.

After a few hours of shouting and doors being forced, all that remains are the sirens. His watch reads 22:00, with its red digital display, and quiet finally arrives as night falls. But he knows that although the chaos can no longer be heard, peace has not truly returned. In one or two days the building will be cordoned off and secured. And in the silence, his mind won’t let him rest.

09:00 The apartment door is opened. This time, the voices are quiet and controlled, denoting a certain professionalism. Covash’s heartbeat tries to quicken, but with the sound of an Ohm, his mind is silent again.
09:23 The door closes. Covash returns to reality.

Hours later he dares to make a sound.
―Click!―. He opens a can of chickpeas and has his first meal in 14 hours.

Page 50: “…absurd…it is that divorce between the mind that desires and the world that disappoints, my nostalgia for unity, this fragmented universe and the contradiction that binds them together.”
Suddenly closing the book, frustration tightens the muscles in his stomach, and his mind whispers to him:
—You can’t keep reading, you’ll go crazy. You’ve been in the dark for the last two days with nothing but your mind for company. This is not a good time. Too many doubts. If only I knew how to live another way. Too many years trapped in cycles leading nowhere. Everything ends and everything begins again, and I’m still the same. No, no, I must focus, stop thinking, meditate, Ohm…Ohm…What’s the point!? Ohm…Ohm…Ohm…Why do I keep lying to myself? Quiet! Ohm…Ohm…Ohm…

Second day, fourth can. Security in the building is minimal. Covash doesn’t know it, but this would be the perfect time to make an escape.

20:40 Third day, page 54: «Suicide, like the leap, is acceptance at its extreme. Everything is over and man returns to his essential history. His future, his unique and dreadful future—he sees and rushes towards it. In its way, suicide settles the absurd.»
—Suicide? If only it were so easy to end it all, to think about it and then do it. No, there’s something else; something I have to do. I can’t kill myself. There’s one final piece of the puzzle that must be found.

21:00 Covash listens to his messages. There’s an important one:
“Let’s go out for a drink tonight. Won’t be that many women who are up for it, but the main thing is that we get laid. I’m not going to Greece this weekend in the end. Come and see me at my place. See you later!”
He leaves the hideout with a rucksack full of excrement, rubbish, cans, the torch and the two books. Wearing new clothes and carrying an identity card stolen from flat 5J, he leaves through the main entrance. A policeman looks at his ID, and seeing that it checks out, he let’s him pass.
―Off to the gym? ―asks the policeman as Covash heads for the door.
―Yeah, a bit of boxing will do me good after all this tension ―he responds with a cursory smile.

Hotel Le Meridien. Five stars.
―Mikael van Reis ―says to the receptionist.
―Room 508 Mr van Reis. Here’s your safety deposit box ―He opens it and takes out a sealed envelope.

When Covash gets to his room, he opens the envelope and finds a boarding pass. The flight leaves in three days. He leaves the envelope on the dresser and heads to the bathroom.
After showering, he falls fast sleep in his perfect hotel bed; the bed of his dreams after five days in the hideout.

Minutes then hours pass without leaving a trace. On the morning of the second day Covash wakes up feeling like life deserted him as his eyes slept. Cyclic thoughts possess him. Tears threaten to fill his eyes, and once more his heart feels empty, sad and lonely.

—There’s nowhere to go and nothing to do. What’s the point of keeping on with this lie called life? Moments of fleeting happiness and eternal disappointment. What’s the point of living? Everything goes back to where it came from, to emptiness, contradiction and meaninglessness. Today, tomorrow, in a month, it doesn’t matter. Everything ends up the same. Why prolong it?―.
As the last question rings through his mind, Covash starts to cry. He picks up the gun that’s been waiting for him on the dresser and removes the safety. He holds the cold barrel to his temple. Memories, wishes and futile hope fly through his mind as he squeezes the trigger and resolves to complete the circle of life.
―Tockshhhh…! ―the bullet passes through his mind’s resting place, blocking out all cognitive function before making its triumphal exit, ripping flesh and splintering bone in a splatter of red and grey. Covash can see himself dying, and his mind questions the return to reality:

—What is it that binds me so tightly to life?

Full of indecision, he leaves the hotel room and goes out into the street. Waiting for the green light, he watches a lorry approaching at high speed. His mind returns to the task of choosing his destiny and confronting it. But something holds him back: there’s an involuntary force that prevents him from dying. Another day awaits, a new goal, a new certainty to provide his life with meaning, even if it only lasts a few months or days.

Night falls. This time he’s ready. He has enough pills to kill an elephant.
Lying in bed, he opens the book at page 109 and reads: “The workman of today works every day in his life at the same tasks, and this fate is no less absurd. But it is tragic only at the rare moments when it becomes conscious.”
The minutes pass, and eventually he can read no more. He leaves the book on the bedside table and closes his eyes.

00:00 Covash takes the boarding card out of the envelope, and is surprised to find a purple plastic card at the bottom. The name Macaria is written on it in red letters, along with a note that says:
“Don’t forget to live it up! Come to Macaria and enjoy what you’ve won.”
—Just in time, he hears in his mind ―new clothes, cologne, a full wallet…pretend to be normal.

After a quick sandwich at the hotel, he takes a taxi which leaves him at the entrance of the Macaria. Looking around, it seems like a high-class establishment. There are beautiful women everywhere, sports cars and lives that seem to have been destined for greatness.
—A place full of people, just what I needed. A night of hypocrisy, arrogant gazes, false gestures, empty conversations and pretence.
―A juice please ―he asks the waiter. This is his freedom: no alcohol, no caffeine, just something sweet and simple.
He glances at the tables looking for something. Recognition and a discrete approach. Without anyone noticing, Covash picks up an envelope. Holding it in his fingers, he reads the encoded inscription.
—A new objective, new meaning. This is faster than I expected. Must be my lucky night ―he thinks.
A tall woman with a feline beauty approaches and inquires:
―You’re not from round here, are you?
―No, I’m Dutch.
―Are you a cop looking for a suspect perhaps? ―She laughs―.

―Relax, I’m just making conversation. I’m Estena, but call me Esti, please.
―Pleased to meet you Esti. It’s Mikael. You come here a lot?
―Often enough. Often enough to know when there’s someone new here at least.
―I don’t like these places much. Too many…argh!…Hey, you, watch where you’re going! ―Covash says to a man who has stumbled into him.
―I’m so sorry. I was pushed… How odd. I feel as if… ―Covash reacts by touching his back, and looking at Estena, who interrupts him, saying:
―There are drunkards here everywhere. But I can see that you’re not a drinker.
―No, it’s not my style. I like to stay in control.
―No coke? Nothing?
―No.
―How come?
―So, you’re into drugs then?
―No, not at all. I prefer to keep a clear head, like you.
―Tell me Esti, what do you do?
―I’m a broker.
―That sounds pretty serious.
―It’s not actually as serious as it seems. I look for benefactors and recipients, and make money from them both. ―they laugh together.
―Good way of putting it.
—Is it her? His mind whispers.

Between questions and looks full of intent, Covash feels relaxed, talking and dancing with Estena. She inspires him with her innate confidence and eyes full of determination. She seems unexpectedly switched on and smart and has a sharp sense of humour. With an insinuating gesture and a final kiss, Estena invites Covash to spend the night at her place. It’s a perfect plan, and the car’s soon up and running.

Quiet and satisfied, Covash is full of anticipation and desire. Never has he connected so quickly with a woman. If he believed in love, he’d say it was just about to happen.
Back at home, Estena offers him a brightly coloured red drink that has a strong bitter taste.
―Hmmm, pretty strong. What is it?
―It’s a triple.
Covash lowers the glass and looks suspiciously at Estena, who laughs at him, saying:
―Don’t worry, it’s not alcoholic, and there are no drugs in it. It’s a combination of vitamins and ginseng. You’re going to need it tonight; if you want to go the distance that is.
Covash takes another look at the drink. He’s still suspicious. Estena finishes hers off and throws the glass on the floor. She stares at Covash with a picaresque smile, and with a quick movement unzips her dress, letting it fall to the ground. Her voluptuous body is completely naked.
―Are you coming? ―Estena asks him.
Covash stands there in silence, hypnotised. He tries to remember the last time a woman so beautiful had wanted him without wanting him to empty his wallet first.
―Come on. Cut it out!
―Do you think I’m going to poison you or something? Finish off your drink if you can. I’m telling you, you’re going to need it.”
With a wink, Estena moves towards the bedroom. Covash smiles and looks at the glass. He finishes it off in one go, takes a couple of steps and feels his body lighten, almost losing all sensation of weight and coherence. His legs weaken, and the colours and lights around him suddenly become more intense.
—Am I hallucinating? ―his mind asks, confused, with his eyes pinned on Estena.
He stumbles and almost falls over, then supports himself on the wall, unable to make sense of what’s happening. Estena is leaning against the door waiting, and Covash asks her:
―What else have you given me?
At the sound of his own voice, he is almost able to pull himself together, but he’s lost all coordination. He is about to lose consciousness when he hears distinct fragments of the puzzle whistling through his mind:…a client with cystic fibrosis…you’re the perfect size…
The door is open. Covash falls over. Looking up, he’s astonished to see a hospital bed, and what look like doctors. The penny drops. The drug dissolves all trace of will, and Covash exhales his last breath, completely unable to withhold it.

©Demian Melhem Quesada

Translated by Luke Woodward
Freelance copy-editor 

lukecwoodward@gmail.com

El antagonismo entre el bien y el mal. Héroes y villanos ficticios e históricos.

Cuestiono si es necesario tener antagonistas complejos y a veces ambiguos o si deberíamos seguir conformándonos con los antagonismos extremos con los que somos continuamente bombardeados. El video está dividido en cuatro partes. En la primera hay ejemplos del antagonismo de extremos, de moralidad blanco y negro. En la segunda hablo del antagonismo alegórico y de la alegoría de El Señor de los Anillos. En la tercera trato acerca de antagonistas históricos. En la cuarta describo algunos antagonistas de ficción que merecen la pena ser descritos.

La Isla y el Valor

Demian Melhem Quesada 11/10/2017

Creo haber escuchado esta metáfora en las palabras de algún libro olvidado, regalo de la mente de algún autor menospreciado.

«Cada uno vive en su propia isla.»

Unas veces miramos a nuestro alrededor y nos damos cuenta de que nuestra isla es parte de un precioso archipiélago, otras veces miramos a los espacios vacíos que quedan entre ellas y pensamos que nuestra isla es la única en el inmenso y frio océano.

Caminamos, corremos y gozamos de nuestra isla como si fuera la más bella y la más importante de todo el océano. A veces sacamos el catalejo en las altas colinas o en la confortable playa y miramos a los vecinos con curiosidad corriendo, saltando y de vez cuando, cayendo. Y a decir verdad hay gente que solo mira para ver caer a los demás, ya que parece ser el más valorado ritual en esta sociedad.

Nuestras caídas son lo de menos, ya que la mayor parte de ellas ni las vemos.

Contando todo lo que tenemos en nuestra isla, nos enamoramos de ella. Tanto la queremos que sentimos la necesidad de compartirla. Así nos aventuramos en los océanos, mirando a nuestro alrededor llenos de miedo, al sentir fluir el suelo. Entre nuestros brazos llevamos un cálido tesoro que busca un nuevo puerto.

Al llegar a la orilla de nuestro vecino, le entregamos nuestro tesoro llenos de ilusión, para que pueda disfrutar un poco de nuestra pasión. Observamos la belleza de la extraña isla con curiosidad y cierto recelo, pero al irnos somos felices ya que volvemos al lugar más bello de todo el océano.

Pasan los días y a veces los meses e incluso años de expectación.

«¿Cuando me dirá si le ha gustado mi tesoro?»

Hasta que uno ya no puede más y juntando todo su valor escribe un mensaje en el ordenador.

La respuesta suele ser huidiza, a veces indefinida, pero con suerte no es una mentira.

―No he tenido tiempo ―suele ser, en estos días modernos en los que en nuestra isla hay tanto que hacer.

«¿Tiempo? ―Me pregunto sabiendo la respuesta.»

«Los únicos que no tiene tiempo, son los muertos.»

Quizás sea por educación, ya que la verdad suele ocultar un sentimiento áspero al que nadie quiere enfrentarse:

―He organizado mi vida sin contar con tu regalo como parte de ella.

Entonces veo de que sí que hay algo de muerte en este tema. Quizás mi tesoro este muerto, o por decirlo de otra manera, mi tesoro no existe, por lo que no puede ser disfrutado en la isla de los demás.

Yo soy un fiel creyente de la reciprocidad. En ella está el equilibrio, en ella está la paz.

Entonces, me pregunto:

«¿Acaso no será que yo también he recibido un regalo, que he dejado volar, llevado por el viento, sin haberlo podido disfrutar?»

«¿Que regalo abandoné? ―Pienso y me pregunto sin saber. »

Quizás todo sea un no-entendimiento que reside en el significado del regalo.

Yo sé que tesoro doy, ¿sabrán ellos que lo doy?

Quizás mis regalos no sean regalos para ellos, sino que los dan por hecho y por eso los abandonan.

Y la reciprocidad me hace preguntar:

«¿Que regalos habré recibido yo, que no haya sabido darles valor? »

Y ahí es donde reside la cuestión, en el valor que cada uno le da a los elementos que componen la orquesta de nuestras vidas; en el valor que cada palmera y grano de arena tiene en nuestra isla.

Que se le va a hacer, uno interpreta la vida mirándose al ombligo, contrastando primero con su propia isla. Y entonces digo:

―Así no hay quien sepa valorar lo que nos dan los demás.

P.D: No le digas a la gente que estás muerto, ya que los muertos son los únicos que no tienen tiempo.